La tienda de los Pereira

La actividad comercial del pueblo ha girado casi siempre en torno a la Glorieta, a la plaza de abastos, sobre todo a la calle Carlos III, y más tarde ascendió hacia la Puerta de Lorca, convertida desde hace tiempo en el zoco de compra y venta. De aquellas tiendas de entonces me llamaba la atención la de los Pereira -apellido portugués- que estaba situada frente a la de vinos de Paco, al lado de los churros del maestro José, con varias puertas para entrar, haciendo esquina con la Plaza de Abastos.
Estaba el establecimiento dedicado preferentemente a los aspectos textiles y allí, nada más entrar, podías ser recibido por el propio amo del negocio, don Manuel, casi siempre con sombrero -entonces prenda de los señores frente a la gorra o la boina de los proletarios o de los modestos-, un hombre impecable, bien trajeado, con corbata, amable y atento que portaba gafas y se comportaba con amabilidad propia de los países europeos, un amo que permanecía atento y vigilante, como cancerbero, durante la larga jornada, tal era la fuerte incidencia que el negocio mantenía a lo largo de los días, con jornadas de larga duración, aunque, para ser sinceros, sin la continuidad que hoy ofrecen las grandes superficies comerciales.
Una sonrisa de don Manuel podía ser el esbozo de una compra, la antesala de una compra al por mayor, dado que había amplia y variada mercancía en aquel recinto a veces algo oscuro, con algunas sábanas en la puerta en verano para evitar la entrada de las molestas moscas que por todos partes afloraban por su proximidad a la plaza de abastos en donde las sardinas en bota, que expedían sonoro aliento, presidían la entrada y exhalaban fluidos gástricos. Pero podías ser atendido en la tienda por Paco, su hijo, alto, robusto y fuerte, recién casado con Carmen, la sobrina de José Matrán, fotógrafo y dibujante. Y puede que mientras que Paco te vendiera una camisa o intentara colocarte los últimos calzoncillos o los primeros bañadores del verano, podía llegar al grupo Juan Cano, alto y fino, con bigote, el hijo de Manuel el carpintero y hermano de Manolo y de Felipe, que también velaba armas en aquella ancha tienda en donde sin ser una gran superficie, podías hallar todo lo relacionado con la vestimenta (los primeros pantalones largos, las primeras corbatas para hacer el ingreso en el instituto, las segundas camisetas) o con la vida doméstica, un pequeño colmado en donde encontrabas de todo.
Podías probarte allí mismo, entrando por la apertura del clásico y enorme mostrador de madera, pantalones, camisas, jerséis, pijamas, bañadores, lencería de toda clase, trajes para los caballeros -contaban con sastres del pueblo y tomaban allí mismo las medidas – de fuera que le trabajaban a ellos y los había no pocos que llevaban encima el metro para medir las telas-, batas para las señoras, camisetas para los niños- trajes de comunión, de marinero especialmente, cuando llegaba la primavera, que era la forma más frecuente de acercarse a recibir la primera hostia consagrada.
Se vendían sábanas y había que estirarlas en el amplio mostrador de madera para que las señoras, especialmente las madres, contemplaran el dibujo. Las mujeres eran las que llevaban todo el ajuar, la comida, lo relacionado con las casas y ellas eran las principales clientas de aquel auténtico mercado atendido asimismo por dos o tres hermanos Crouseilles, que más tarde pondrían negocio propio, o por Paco Giménez y puede que algún otro, que muchos eran los dependientes, probablemente unos especializados en despachar sábanas o algunos otros en hacer las pruebas de aquel amplio establecimiento que era, uno con el de Aznar, uno de los más concurridos del pueblo, sobre todo para los de la parroquia de San José, para la zona baja del pueblo. Una tienda, la de los Pereira, adonde llegaban los típicos viajantes de comercio desgranando el contenido de las maletas, en donde se podía seguir la escasa moda que no se traía de Madrid o de Cartagena.

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