El colapso
He leído en la prensa un comentario sobre un libro de Jared Diamond de recientísima aparición. Se titula “Colapso” y trata, con extenso aparato erudito y agudeza crítica, al parecer, del fracaso de las civilizaciones. El fracaso de esas empresas colectivas denominadas civilizaciones, confrontadas con dificultades insuperables procedentes de un entorno hostil, de invasiones y conquistas, de deterioros medio ambientales, de epidemias, hambrunas o revoluciones. La obra considera la cuestión desde una óptica interdisciplinar, ya que los declives estudiados son siempre el resultado de complejas interacciones que atañen a disciplinas diversas.
Pero no es tanto de una obra de temática apasionante de lo que quiero escribir hoy, sino de unas reflexiones que esa obra trae a colación; de un recordatorio oportuno para unos tiempos tan luminosamente oscuros como los que nos ha tocado vivir.
Necesitamos ejercitarnos, como ya lo hicieron nuestros mayores de pasadas edades, en la ascética dolorosa del “memento mori” para saber en que punto nos encontramos, cerrando por un tiempo nuestros oídos a la melopea meliflua de los que nos aseguran, bien sea por el camino de las terapias de choque “con efectos colaterales” de las guerras preventivas de declaración unilateral y asentimiento forzoso, bien sea por el camino de vagas declaraciones de principios, de inanes “alianzas de civilizaciones”, que vamos derechos con paso firme al mejor de los mundos.
Recientemente he visto como pasaban sin mayor resonancia titulares y noticias de prensa que a una sociedad menos saturada de “información” y más reflexiva y consciente que la nuestra le pondrían los pelos de punta. La carrera nuclear emprendida por una serie de paises árabes e islámicos- nuestro amistoso y buen vecino Marruecos entre ellos- con instalaciones de ambigua utilidad y tráfico de tecnología con Pakistán, por ejemplo. O las declaraciones de líderes políticos israelitas de tener la certeza de iniciar pronto acciones bélicas con armamento nuclear.
Lo que nos recuerda la obra del profesor californiano mencionado es que las civilizaciones pueden morir. Aún más, que pueden extinguirse por completo y de golpe, acompañadas a veces de la desaparición física de las comunidades humanas que sostenían.
El tema dio que hablar desde el siglo XVIII con la caída del Imperio Romano, y de Gibbon a Toynbee ha suscitado estudios sin cuento.
Es muy pertinente dirigir una mirada a ese pasado nuestro, porque el Imperio Romano es la sociedad histórica que más se parece al Occidente moderno, a través de un arco temporal milenario.
Y si el Imperio Romano terminal del siglo IV es nuestro presente, las oscuridades del primer Medievo podrían ser nuestro futuro.
El Imperio de entonces era un “melting pot” gigantesco donde todas las razas, creencias y facciones se hibridaban o enfrentaban, y donde la milicia y la administración estaban en manos de bárbaros, con una vieja sociedad patricia abandonada a la decadencia y la molicie y un populacho empobrecido y fanatizado, donde los mayores excesos y la más profunda corrupción eran de ley, y donde la imposición del cristianismo como elemento regenerador de la sociedad y religión de Estado había fracasado.
Roma había perdido su prestigio y su fuerza y no atemorizaba a nadie. Roma no creía en si misma, y los pueblos sometidos o bárbaros no creían en Roma. Quizás esto nos suene un poco…
Aprendamos la lección de Roma. Una sociedad humana es el fruto del esfuerzo continuado y de la conciencia cívica de sus componentes, transmitiéndose las sucesivas generaciones los valores y principios que la vertebran y le dan firmeza y flexibilidad frente al cambio y las crisis.
Una sociedad que pierde esos principios vertebradores; una sociedad que se queda sin principios, se va reduciendo a un vasto agregado de individuos sin cohesión, que necesitan cada vez más leyes y presiones externas, más coerción para contrarrestar el desorden, y que se sirven sin convicción de las complejas estructuras sociales y materiales heredadas como si fueran a durar siempre.
Es como una comunidad de propietarios egoístas y ciegos que habitan un edificio cada vez más decrépito, sin que nadie se ocupe de cuidarlo y mantenerlo, hasta que un buen día el edificio es una ruina irrecuperable o se viene abajo.
Una consecuencia inevitable de la crisis de valores, muy agravada por nuestra extrema dependencia de la tecnología – que en eso si nos distanciamos de los romanos- es la fragilidad. Somos una de las sociedades más complejas y probablemente frágiles de la historia, confrontados a problemas globales de tremenda magnitud. Una sociedad que enloquece con un corte prolongado de energía, con un fallo informático generalizado, con una crisis bursátil en un centro neurálgico de la red global o con un atentado terrorista bien planteado. No digamos con una pandemia. Una crisis energética nos pone contra las cuerdas, ya se ha visto en el pasado hasta que punto.
El pensador Umberto Eco se hizo hace muchos años consciente de esa extremada fragilidad de nuestra sociedad moderna. En su ensayo “La nueva Edad Media” planteaba como una conjunción, ni siquiera premeditada, de accidentes graves, fallos y averías iniciaba una reacción en cadena que acababa colapsando la civilización que conocemos. Es evidente que, lo leyeran o no, a esa conclusión llegaron también las mentes criminales que perpetraron el 11 S y el 11 M.
La gama de riesgos y amenazas que nos acechan es estremecedoramente amplia. No nos basta con el precedente romano de la crisis interna y el naufragio de la identidad en la inmigración masiva y el mestizaje. Podemos elegir acabar como los polinesios de la isla de Pascua o los antiguos mayas del Yucatán, por e agotamiento de recursos disponibles, o como los vikingos de Groenlandia confrontados con un cambio climático y pueblos hostiles. Podemos elegir la guerra como Cartago, o un cataclismo apocalíptico como al parecer sufrieron los legendarios Atlantes.
O podemos fortalecer nuestras raíces, incrementar nuestra sociabilidad y nuestro altruismo, recuperar o inventar valores que nos afirmen, y responder con responsabilidad y coraje a los retos que nos aguardan.
Porque aún es tiempo, y no hay nada inevitable…