El maestro Miguel de los barcos
Una de las sorpresas más grandes de mi vida fue saber que tenía una hermana mayor que no vivía en nuestra casa, otra, cuando rayaba en los pocos años, era saber que esa misma hermana tenía un novio llamado Jaime, rubio y de ojos azules, que estudiaba en Santo Domingo de Orihuela, lugar docente adonde se desplazaban los ricos del pueblo de toda la provincia murciana, o a los maristas de Murcia o, si eran malos y revoltosos, internos a Campillo, provincia de Málaga, lugar famoso hasta hace poco por las tundas que le daban a los malos estudiantes.
Pero dejemos esas historias educativas y nos centramos en Miguel de los Barcos, padre de Jaime y de Magdalena, guapa doncella que siempre iba acompañada de la Perula, otra chica tan vistosa como ella y con el mismo nombre. A nosotros, pescadores de caña, visitadores frecuentes del Peñón, de la Piedra Gorda y de la piedra Plana, lo que nos atraía de modo especial, pese al mal olor circundante por ser campo abonado y alivio de las descargas diarreicas del pobre barrio, era su astillero dual cerrado y al aire libre, junto al Peñón del Roncaor, y sobre todo cómo, después de lenta preparación, tras hacer las cuadernas que daban la impresión de ser el barco un dinosaurio, tras muchos años de espera, el barco se deslizaba por una rampa, me imagino que como los egipcios arrastraban piedras, que lo conducían sin motor hasta el azul mar luminoso. En la flotación o botadura de los barcos estaba presente todo el pueblo y el hecho se convertía en un acontecimiento que nadie quería perderse porque era una operación en extremo delicada y peligrosa, sujeta a fallos que, dada la pericia, nunca se consumaban. La muchedumbre, de pie en los lomos de las colinas adyacentes, seguía con inusitado interés el lento deslizar del barco desde las alturas a las peligrosas piedras que cercaban el entorno del Peñón de Roncaor, testigo de aquellas operaciones. Un acontecimiento que celebraba todo el pueblo, ansioso, esperando la hora de que llegara don Antonio Sánchez Bernabé, el cura, con el hisopo para bautizar al recién nacido, hecho con mano maestra, con sangre artesana, con el primor propio de aquellos días de buenos y pacientes oficios. Y Miguel de los Barcos era el mejor constructor de barcos de toda la provincia. Sin haber pasado por ingenierías navales, sólo por ser herederos de toneleros.
Allí, a la intemperie, se construían casi todos los barcos que faenaban en Águilas; los Fortunes, los Gabarrones, los pesqueros, los de arrastre, las traiñas, allí, poco a poco, entre tuercas, clavos, pinturas, calafateo e intenso olor a brea y alquitrán, íbamos contemplando el esqueleto del barco, la estructura ósea, las costillas, más tarde los espolones de la punta, la proa, la popa, la amura, y poco a poco las palabras de estribor y babor se iban haciendo en la boca de los entendidos, de los futuros ingenieros que más tarde serían. Ver el continuo avance de los trabajos, que a veces se dilataban hasta el infinito, las técnicas que se aplicaban, la rudeza del trabajo a pleno sol, nos paralizaba pese al ímpetu nervioso de los primores días. Muchas veces, como a moscas golosas, nos espantaban de aquel lugar, pero procurábamos, desde la cima, seguir el curso de los acontecimientos, como si nos abrieran vías.
El maestro Miguel de los Barcos, hombre pausado y de ojos claros, de pocas palabras, fuerte y algo rechoncho, serio y severo, era asimismo el que llevaba el paso azul en Semana Santa, el hombre que repartía las vestimentas –cucuruchos, túnicas, hachones- para salir en procesión. Como patrocinaba el trono de la Virgen de los Dolores, la patrona, llevando a César Giménez y a Victoriano como mayordomos, tenía mucha ascendiente y todo el mundo quería participar saliendo en la cofradía de la patrona del pueblo, para lo cual era necesario no sólo conseguir puesto y número, también concurrir a los entrenamientos que se realizaban generalmente en la Colonia, al son de las trompetas y tambores, o en los alrededores del chalet de doña Elena Gilman, la mujer española que se casó con el ingeniero inglés que había construido el embarcadero del Hornillo. Hubo otra manera de ir con los azules. Por intercesión de quién, no lo sé, pero pronto, junto a Pedro Gutiérrez, hoy confitero, Paco Roche, gerifalte del Banco, me vi nombrado cardenal portando los clavos de la crucifixión del Señor, o la cruz de espina que le colocaron los romanos o los judíos, que no tengo cierto ya de qué nacionalidad resultaron ser los viles que acabaron con la vida del Señor. No recuerdo si se prolongó mucho mi vida en el santo capelo cardenalicio, bonete ceniciento, chanclas negras y túnica tinta, pero lo cierto es que una vez que por influencia habíamos obtenido nuestra participación en la muy calurosa, sesión de la mañana, tras hacerse prolongada e interminable marcar el paso y arrastrar el trono, optamos un primo y yo por no acudir a la sesión de la noche con el consiguiente enfado del Jefe del Paso Azul, que ya no nos concedió, pese a las influencias familiares, licencia para hacer nueva penitencia. El maestro Miguel el de los Barcos, vivía junto a la Pescadería con hermosas vistas al mar, al lado de la playa de poniente, y siempre andaba entre pescadores o en el Banco Central. Y decían que manejaba fortuna, circunstancia esta que, pese a la proximidad, nunca he podido aclarar y entra en ese circuito de misterios que siempre rodea a la juventud primera.