La dulce Navidad

“La Nochebuena se viene
la Nochebuena se va
y nosotros nos iremos
y no volveremos más”. (Villancico popular)

Este villancico, ingenuo y siniestro, con el que el inolvidable Berlanga cerraba una de sus estremecedoras sátiras (me refiero a “Plácido”), en las que se cumplían siempre las exhortaciones del semanario de humor inteligente “La Codorniz” (“Tiemble después de haber reído”), pone el dedo en la llaga.
Lo pone en esa herida abierta que es la herida del tiempo, y que en este momento del Adviento se encona y empeora aunque la tratemos derramando sobre ella cantidades ingentes de azúcar, en forma de atracones de golosinas y buenos y efímeros propósitos, hecho para no ser cumplidos.
Hay algo extraordinario y misterioso en la dulce Navidad, que conecta e incardina la existencia humana, tan efímera y limitada, con los misterios cósmicos relacionados con el grande y definitivo misterio de la existencia, que es el de la naturaleza del tiempo y la inexorabilidad de la muerte.
Había, desde un pasado inmemorial, una fiesta pagana del solsticio de invierno, llamada “del Sol Invictus” en tiempos del imperio romano, que tenía tal arraigo popular que a ella se adaptó el calendario cristiano, situando en ella el nacimiento de Cristo.
Con esto aconteció algo trascendental, desde el punto de vista de la metafísica del tiempo.
Se anudaron y ligaron, en un día concreto del calendario, el tiempo cíclico, circular, de las sociedades tradicionales; el tiempo sin principio ni fin, el del eterno retorno que alucinaba al filósofo Friedrich Nietzsche, y el tiempo lineal, el tiempo que es devenir, el tiempo irrepetible y finito que inauguraba el cristianismo, entre la creación del hombre en el Paraíso, la primera venida de Cristo “En la plenitud de los tiempos”, y su segunda y definitiva venida “Al final de los tiempos”.
Esta dualidad entre el ciclo inmemorial, que se repite siempre, que siempre vuelve con la inexorabilidad de las estaciones, que representa la Navidad, y la finitud y el horizonte de mortalidad del tiempo humano, que es duración acotada sin posible prórroga, esta dualidad repito, está en la raíz de nuestra conciencia personal de “morituri”.
No es que seamos mortales y podemos morir, es que somos “morituri”, “los que van a morir”.
En términos filosóficos quizás un tanto pedantes, y pido licencia y perdón por ello, la Navidad es parmenidea (Referida a Parménides), y nuestra vivencia de la Navidad es heraclítea (Referida a Heráclito).
La Navidad es una esencia perdurable en el tiempo, al modo de Parménides, y nosotros somos duración fluyendo en la impermanencia hacia el silencio, al modo de Heráclito.
El resto del año podemos vivirlo como un abierto y renovado despliegue de posibilidades, pero la Navidad “Nos trae de vuelta a casa” puntualmente.
Y la casa no tiene ya hoy el lustre de ayer.
Los muebles, las lámparas, las cortinas, todo está ajado, su esplendor de antaño se va apagando cada vez.
Peor aún, ya no podemos esperar a algunos de los moradores principales de esa casa inmaterial de la memoria y el recuerdo.
La “presencia de su ausencia” gravita sobre nuestra alma con un peso mayor, si cabe, en estas fechas.
Y cuando nos miramos en el empañado cristal de los espejos, vemos a quien quizás nos cuesta reconocer, de tan heridos como vamos por la vida, la muerte y el amor.
Hay dos excepciones en nuestra común condición de hijos de la civilización cristiana; dos condiciones personales que palian o excluyen estas experiencias melancólicas.
Me refiero en primer lugar a la infancia, aún instalada vitalmente en el tiempo circular y eterno, y que vive estos días con una expectación ilusionada, como la inmersión en un mundo de sueños y seres mágicos y bondadosos que dan feliz cumplimiento a todos los deseos.
Me refiero también a los creyentes en alguna variante de la fe cristiana.
Para ellos, el acontecimiento capital que se conmemora en la Navidad es el nacimiento de Cristo, lo que significa el triunfo definitivo sobre la muerte.
El tiempo finito y lineal queda rehabilitado totalmente con la promesa de la resurrección y la vida eterna en presencia de lo divino.
Esa casa de la memoria, decadente y llena de ausencias, es entonces una ilusión transitoria que antecede a su definitiva restauración y engrandecimiento.
Para todos, creyentes y no creyentes, la estética, el culto y el sentido de la belleza, aportan la gran alternativa positiva y productiva en estos días.
Y, asociada con ella, un retorno a las fuentes de la bondad.
La Navidad nos presenta un breve paréntesis para restablecer, siquiera sea como espejismo, el horizonte o marco de lo bueno, lo bello y lo verdadero.
Ser un poco niños, simplemente al verlos a ellos plenos y felices; ser también un poco mejores personas: hacer algo por los demás, aunque solo sea acercarnos a ellos con una sonrisa y una felicitación.
Servirnos del hábito del regalo, que no tiene que ser ni costoso ni material siquiera, (no me estoy refiriendo a la empalagosa “elegancia social del regalo”, como se decía antes, y que tan mal cuadra con los tiempos), para vencer inercias; para revitalizar relaciones, para hacer sentir al otro que no está solo, que nos importa.
Y además podemos utilizar en nuestra personal edificación y para nuestro provecho propio, la carga simbólica de estos días, para aproximarnos a las infinitas bellezas que la tradición y el arte ponen a nuestro alcance.
Asistir a algún concierto de música, y mejor si es clásica, tan propia de la Navidad, en alguna iglesia o catedral que se tenga a mano, o atreverse con esa misma música en privado, en una situación de intimidad y recogimiento.
Y, sobre todo, escapar de las ataduras de lo cotidiano, ponerse a meditar y a soñar, y abrirse, aunque solo sea un poco, a la infinita y trágica belleza del mundo y de los mundos, paseando, mirando y viendo, conversando, leyendo, ensoñando, sentados quizás en la mesa de un café mientras alrededor la vida sigue, iluminada por las cromáticas fulguraciones que levitan sobre las calles, o quizás ante un fuego crepitante y alegre que nos hemos animado a encender para que nos caliente el alma.
Así cumplimos con el sentido profundo de la Navidad, y tras este paréntesis lírico salimos consolidados como personas mas sensibles y fuertes para afrontar sin perdernos los malos tiempos.

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