La novena sinfonía de Beetoven

Es la ocasión propicia, próximos al solsticio de verano y al Día Internacional de la Música, celebrado recientemente entre maratones interpretativos y abucheos históricos.
El malestar social alcanza sin duda niveles dramáticos, y las instituciones del Estado no están a la altura.
Pero no quiero ser yo una voz más sumada a la barahúnda del momento. Prefiero remansar los ánimos acalorados del lector hablándole de música.
Y qué mejor que contarle algo acerca de una obra maestra, una de las catedrales primadas del catálogo de la gran arquitectura musical del mundo, entendiendo la música como la más sublime arquitectura del tiempo, así como, puede entenderse a la arquitectura como música congelada en el tiempo y desplegada en el espacio.
Me refiero a la Novena Sinfonía, Opus 125, de Ludwig Van Beethoven.
Voy a hacer algunos comentarios, tratando de transmitir algo del aliento espiritual y del significado profundo de esta obra, con la que el espíritu humano se interna en el inexplorado territorio de lo sublime.
Y, para empezar, contar algo acerca de lo que es una sinfonía. Según Asier Pérez Riobello: “La sinfonía es en música lo mismo que la novela en literatura”.
La sinfonía representa el punto culminante de la evolución del contrapunto, estructurándose en tres o cuatro partes denominadas movimientos, organizados según la forma musical sonata, que se adapta a una orquestación completa.
El padre de la sinfonía tal como hoy se entiende, es Franz Joseph Haydin, desarrollando Mozart esquemas de plena madurez hasta que Beethoven la lleva a su culminación evolutiva, alterando los cánones vigentes para entrar en el Romanticismo musical.
La figura de Beethoven ha sido sacralizada por el mundo de la cultura, ya en vida, y sobre todo a partir de su muerte, hasta el punto de que ha constituido el paradigma y la referencia en la producción musical durante todo el siglo XIX y la primera mitad del XX, bien fuera para adherirse incondicionalmente a su manera o para tratar de resistirse a su influencia.
Empleo intencionadamente la palabra sacralización. La música de Beethoven, y su misma figura histórica, han sido elevadas al pedestal del culto religioso en una época de generalizada secularización, que corresponde con el apogeo del romanticismo musical y la cultura burguesa.
Beethoven ha sido musicalmente un paradigma, como he dicho, el paradigma del genio. Su figura, su heroico combate contra la sordera y la dificultad, su empecinamiento y obstinación por alcanzar la forma musical perfecta, por atraer hacia sí las armonías excelsas y no terrenales de la música de las esferas a fuerza de lucha y sufrimiento, hacen de él y de su empeño algo titánico y arquetípico.
Beethoven desdeña la facilidad, de la que hizo gala en sus brillantes improvisaciones de juventud, cuando su padre intentó convertirlo en un segundo Mozart. Alimenta dentro de sí mismo una tensión que lo lleva al límite de sus fuerzas, al borde mismo de la desesperación y del desequilibrio mental, a la más insoportable angustia.
Sometida a esa presión inhumana, su creatividad se agiganta. Beethoven es la réplica del devenir histórico al mito del titán Prometeo: el hombre arquetípico elevándose, titán él mismo, para devolver a la sociedad humana el fuego de la belleza absoluta, robándoselo a los dioses.
“Per aspera ad astra” podría haber sido su lema. “Por el sufrimiento hacia los astros”.
En nuestra época no se entiende bien a Beethoven. El modo afirmativo, extraordinariamente viril, según señalaba Romain Roland, de su música, no se aviene bien con las sensibilidades ambivalentes y hermafroditas de nuestro tiempo.
En una interpretación alquímica de nuestro estado de evolución espiritual, muy pertinente para hablar de música, nos corresponde la fase denominada de “nigredo” o putrefacción, la etapa oscura en la que los grandes relatos filosóficos, religiosos y estéticos, han concluido, y existe una proliferación malsana de las posibilidades más ínfimas de manifestación del ser, mientras en lo profundo del inconsciente colectivo se gestan las más revolucionarias metamorfosis.
Como consecuencia de esa proliferación, nuestra época lo trivializa todo.
Hemos visto oratorios barrocos en anuncios de la televisión. También hemos podido asistir a la profanación del Himno a la Alegría en las manos plebeyas de Miguel Ríos o Julio Iglesias, quienes al menos lo acercan a su manera a un público que sino lo ignoraría del todo; o en las manos ávidas de la cleptocracia que rige a la Unión Europea.
No importa, Beethoven puede con todo, lo supera todo.
Voy a referir una experiencia vivida por mí hace algunos años en Madrid. Asistí en su Plaza Mayor a una interpretación de la Novena Sinfonía, dirigida en esta ocasión por Daniel Baremboin.
Yo me encontraba sentado en una terraza de las que bordean la plaza, y la música de los primeros compases me llegaba mezclada con tintineos de vasos y cubiertos, rumores de conversaciones, voces ocasionales. A medida que avanzaba la interpretación de la obra, los ruidos se fueron apagando. Cuando llegó el cuarto movimiento, el silencio era prácticamente total.
Era una atardecida de verano, y el ambiente caldeado se notaba cargado de una extraña tensión, casi eléctrica. Cuando dio comienzo el clímax de la parte coral del Himno a la Alegría, en ese pasaje del “¡Abrazaos, millones de hermanos!”, pude sentirme literalmente arrastrado por una ola de exaltación y entusiasmo que nacía espontáneamente de la multitud allí congregada, y en principio ajena al concierto; una ola que nos hermanaba a todos.
En la Novena Sinfonía de Beethoven hay magia, poder real y elocuencia suficiente para hacer de ella patrimonio de toda la Humanidad, de todos y cada uno de nosotros.
La voluntad de Beethoven en ésta que él consideró su obra mayor y de máximo empeño, junto con la Missa Solemnis, era de naturaleza religiosa; de una religiosidad panteísta y no dogmática, basada en la exaltación dionisíaca y apolínea a la vez de las virtudes del Hombre, hermanado con el hombre y la naturaleza, y libre de yugos y servidumbres, que recupera para sí la pura alegría de existir.
El pensamiento de Beethoven se nutrió desde siempre con el ideario de la Revolución Francesa. Con él, la cultura de su tiempo entra en un ámbito laico, en el que la dimensión teológica se desplaza de Dios al Hombre, entendiéndose la Historia como un proceso en curso para la aplicación de la luces de la Razón al Progreso humano.
Este tema del Héroe que impulsa a la Humanidad hacia metas cada vez más altas es el predominante en su Tercera Sinfonía, inicialmente dedicada a Napoleón, a quien Beethoven consideró en su día el paradigma del héroe, hasta el desengaño que sufrió nuestro músico cuando se autocoronó como Emperador.
El suceso originario que puso en marcha para su Novena Sinfonía un proceso creativo de más de veinte años, se sitúa en 1.793, fecha en la que Beethoven leyó la “Oda a la Alegría” de Schiller.
Inmediatamente pensó en ponerla en música, incluso antes de que empezara su carrera de compositor.
En un proceso de decantación alquímica de veinte años, Beethoven fue acumulando materiales, reelaborando su conjunto en 1.822, y desechando partes, empleadas después en otras obras, como el Cuarteto de Cuerdas Opus 132. En este dilatado periodo, llegó a componer más de doscientas versiones de la parte coral del Cuarto Movimiento.
El objetivo de Beethoven fue poner en música la liberación de la Humanidad.
Los dos primeros Movimientos retratan musicalmente el trágico camino del Hombre enfrentado al Destino cruel, y reafirmado heroicamente en esa confrontación.
El Tercer Movimiento, triste y lento, corresponde al ilusorio consuelo de la Humanidad en la Religión establecida. Pero con la Religión la Humanidad no se libera de la angustia.
El Cuarto Movimiento es el más complejo. En él Beethoven narra el triunfo de la Humanidad en una conflictiva trama dialéctica de partes positivas y negativas, que concluye con una incitación, escrita por el propio Beethoven, en la que el barítono invita a la Humanidad, representada por el coro, a entonar el Himno de Schiller.
La alegría es ahora dominante. La Humanidad ha encontrado finalmente su refugio en una religiosa armonización cósmica, bajo la mirada benévola de un Creador, “cuya morada ha de estar más allá de las estrellas”, según reza el Himno.
Como obra cumbre de su tiempo, la Novena Sinfonía de Beethoven hace constelación con dos obras magnas del pensamiento, hermanadas todas en una común aproximación, desde la música o desde la filosofía, al “espíritu del tiempo”, eso que los pensadores alemanes denominaron “zeitgeist”.
Me refiero a la “Fenomenología del Espíritu” de Hegel y al “Mundo como Voluntad y Representación” de Schopenhauer.
Ambas expresan el momento en que el Espíritu es autoconsciente de su devenir histórico y reconoce en sí mismo el poder de la Voluntad.
Culminando una vida de esfuerzos, Beethoven asistió a la apoteosis de su obra mayor en el estreno que tuvo lugar el 7 de mayo de 1.824 en el teatro de la corte imperial de Viena, en donde también se presentaron las tres primeras partes de la Missa Solemnis.
El éxito fue rotundo. Beethoven, ya completamente sordo, fue uno de los directores que intervinieron. Los músicos tuvieron que indicarle por señas que se volviera hacia el público, para presenciar la ovación que se le dedicaba, en lo que fue su última aparición pública.

NOTA FINAL:
Este texto es básicamente el que fue leído por el autor como presentación del VIII concierto de abono de Promúsica de Águilas el 7 de junio de 2013 en el Auditorio “Princesa Elena” de Águilas. Tenía como única pieza de programa la Novena Sinfonía de Beethoven, interpretada por la Orquesta Sinfónica y el Orfeón “Ciudad de Elche”.
Se han omitido las dedicatorias y agradecimientos y se ha añadido algunas precisiones y comentarios.
Dicha lectura fue malograda por el comportamiento, tan escandaloso como bochornoso, de parte del público asistente, que la interrumpió continuamente con insultos, toses y aplausos extemporáneos.
No impidieron esos individuos (entre los instigadores, algunos eran de Madrid, para más inri), que el autor culminara, aún con gran esfuerzo, la lectura de su presentación, que fue celebrada por la mayor parte de los asistentes.
La ofrezco aquí al lector, fuese o no asistente al concierto, para su consideración sin sobresaltos.

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