Libros, libros…
Nunca se acaba de hablar de libros. Nunca se acaban los libros. La lectura encuentra siempre ante sí nuevas extensiones de un océano gozosamente inacabable. Siempre podemos iniciar nuevas singladuras, siempre podemos fijarnos metas más lejanas, más inabarcables.
Sánchez Dragó elevó a frontispicio de uno de los más dignos, gloriosos y añorados programas de una televisión humanista que sus actuales regidores han condenado a muerte por inanición, que “todo está en los libros”.
Nada más cierto. Julian Marías, lector enciclopédico donde los hubiera, traía siempre a colación esta expresión tan admirativa como humilde: “¡ Qué magnífica biblioteca podría componerse juntando los libros que no he leído!”.
La pluralidad es la condición necesaria para que los libros lo sean verdaderamente, fragmentos siempre de un inabarcable universo en expansión, a imagen del que reflejan las modernas cosmologías: el universo del sentido.
¡Ay de los lectores, ay de los pueblos de un solo libro!. Derrida enunciaba, como paso primero hacia la cultura: “plus d´un livre”; “más de un libro”…
El libro “único” es la negación de los libros. El Libro, con mayúsculas, mata al libro con las minúsculas de su limitada y circunstancial manifestación y alcance. Allí donde el Libro Único, con mayúsculas, domina con preponderancia excesiva, los libros, en plural y con minúsculas, suelen ser pasto de las llamas, en piras que a veces alcanzan proporciones colosales, extendiéndose el fuego primero a la razón y el buen sentido de los hombres, a su tolerancia, consumidos hasta convertirse en pavesas, para propagarse después a veces, el incendio a naciones o continentes enteros.
Cuando se empieza quemando libros, al final todo arde.
En la última quema memorable de libros en la Biblioteca de Alejandría, el jefe islámico que la provocó argumentaba, justificándose : “si no contradicen el Corán son innecesarios. Si lo contradicen, son heréticos o blasfemos.” No había salvación posible. Entre la tautología (A=A) y la contradicción (A=noA), los extremos lógicos del pensar, solo había espacio para el Corán (o la Biblia, o el “Mein Kampf” o el “Libro Rojo” de turno).
El emperador chino Shi- Huang- Ti, casi mítico, pasó a la historia por dos hechos memorables. Uno, muy conocido, fue la construcción de la Gran Muralla. El otro, menos nombrado, fue la quema de libros tradicionales y anales históricos. Shi-Huang-Ti pretendía inaugurar con él el Año Cero del Imperio.
Ya argumentó Borges que ambos hechos se contradecían y anulaban secretamente. La desaparición de los libros pretendía aniquilar la historia y la memoria. La Gran Muralla, levantada no tanto para defender las fronteras del Imperio como para encerrar dentro de sus límites a sus súbditos, según se ha sabido, aprisionaba inexorablemente al Imperio en sus tradiciones y su pasado.
Esta idea es extrapolable, y abunda en la esterilidad destructiva de las periódicas y masivas profanaciones de libros.
Hay que leer de todo. Afirma Francisco Nieva que el correcto régimen de lecturas se asemeja a una dieta nutricional bien controlada en la que, ponderadamente, se ha de comer de todo. Cabe aquí recordar a Cervantes, cuando afirma, en boca de su personaje más egregio, que “no hay libro tan malo que no tenga algo bueno”.
Todo libro tiene su destinatario y su destino. Hay, para cada uno de nosotros, un libro que nos abre, como ningún otro, las puertas del espíritu; un libro que pone, negro sobre blanco, nuestros ensueños, nuestros pensamientos más secretos, aquellas sensaciones y emociones que creíamos inefables, hasta que nos miramos en ese espejo escrito donde se refleja nuestra alma.
Hay libros que nos devuelven nuestro retrato, que nunca habíamos logrado ver completo hasta su encuentro, providencial o fatídico, quien sabe.
Hay libros que son nuestro destino.
Basta con recordar a aquellas exacerbadas sensibilidades juveniles inmersas en el “Sturm Und Drang”, que leyeron el Werther de Goethe, vieron su desesperación amorosa allí reflejada, y se conmovieron tanto con aquella imagen que optaron por el suicidio.
Dice la doctrina islámica que el Corán es un atributo de Dios, como su Bondad o su Justicia. Pues bien, hay que remitir esa noción al ámbito humano. Decía Ortega y Gasset que el hombre no tiene Naturaleza, sino Historia. Esto es que la naturaleza del hombre es su historia. En este sentido, se puede afirmar que el libro, perdón, los libros, son atributo irrenunciable de la humana naturaleza desde hace milenios, y probablemente, en soportes como la piedra, la cerámica o mediante la tradición oral- los libros hablados, recitados o cantados- desde que al hombre se le puede considerar hombre.
Los libros establecen una conexión mental compleja con símbolos, lugares, historias, personas, sentimientos, que contribuyen decisivamente a nuestra plena socialización, a nuestra humanización completa. A la culminación de ese proyecto aún incompleto o insuficientemente realizado que es el “Homo Sapiens Sapiens” se llega por la mediación del “Homo Legens”, del “Hombre que lee”.
Por eso, porque los libros son un atributo del hombre, perdurarán, mal que les pese a los modernos tecnólatras. Nunca podrá compararse la voluptuosidad de tener un libro bien impreso en las manos, sintiendo la suavidad del cuero y del papel de buen gramaje, percibiendo ese objeto que se acaricia con los ojos y el tacto; ese objeto con un olor característico, que hace de las bibliotecas lugares de tan grato estar, con la aséptica esterilidad de cualquier libro electrónico que exista o pueda inventarse.
Y, finalmente, no lo olvidemos, en estos tiempos de analfabetismo ilustrado, propiciado por ese engañabobos descomunal que es Internet, el libro es el objeto más interactivo que existe, el que de verdad pone a la mente a pensar, a producir, a crear.