Concierto interruptus de Sabina
Joaquín Sabina celebró, los quince años de 19 días y 500 noches en Madrid con un concierto interruptus. Aunque, de alguna manera, como en aquellas mañanas de carnes y banderas que habitaban el poema de Salinas: “La palabra iba suelta, vacante, ingrávida…”, Sabina nos devuelvió un “mañana”, otra vez su mes de abril poblado de “carne y banderas”.
Con un Pastora Soler abandonó el escenario, tras interpretar un fragmento de «Y nos dieron las diez”. Salió pletórico pero acabó con un sincero «lo siento» y un llanto contenido, ante 14.000 almas, que de buen seguro aún tenían la piel erizada, cortada por la melodía de canciones incólumes de bares de medianoche o de vidas perras en calle melancolía.
Aún le quedan conciertos en Barcelona y Joaquín Sabina volverá a reencontrarse con una jauría de seguidores, dispuestos a vivir, que no a oír, sus letras que cantan como nadie a la victoria, aunque su voz esté vencida y rota. Yo estaré ahí –claro está, difícil tarea conseguir una entrada-, lo más cerca posible del escenario, dispuesto a volar sobre las alas de este cronista de la santa transición, de este juglar de cafés de medianoche y algún canuto con el que celebrar la vuelta de su unicornio azul. Y es que al flaco de Úbeda le sigue quedando su talento, esa “chispa” de realismo sucio que renovó el lenguaje de la canción de autor en España.
El gatillazo del sábado se suma a una larga lista; tal vez, demasiado extensa. Los fans pueden ser incondicionales, pero la carne se vuelve rancia y las banderas… bueno, eso es otra historia.
Y digo otra historia… El martes, como no hay mejor bálsamo para curar las cicatrices que hacer lo que uno sabe hacer, tocaba quitarse el bombín y Sabina burló los fantasmas del pánico escénico. Solo tras su segunda canción, saludó: “Buenas noches, Madrid. En una noche como hoy decir gracias es decir poco. Como afirmaba Franco cuando murió Carrero: ‘No hay mal que por bien no venga’. Estos días he visto cumplirse esa fantasía de ver a la gente en el entierro de uno. Y desafiando los negros presagios, vamos a dar el mejor concierto”.
Pasaron cerca de tres horas de recital. Si no fue el mejor, poco le faltaría. El gatillazo le duró “lo que duran dos peces de hielo en un güisqui on the rocks».
Que el fin del mundo le pille cantando, como a mi me pilló bailando, y que el escenario le tiña (aún más) las canas. Joaquín Sabina dejó claro que las nubes negras pasan y que queda el artista, un genio capaz de reunir en un concierto a tres generaciones de seguidores.