Hablando del tiempo
La frase de San Agustín referente al tiempo encierra una paradoja en la que, sin remedio, habitamos todos. “Cuando nadie me pregunta qué es el tiempo, lo sé. Si me lo preguntan y tengo que explicarlo, no lo sé”.
El tiempo, que es la forma misma de presentación de lo real, encierra insolubles dificultades intrínsecas, sin embargo, para la aprehensión conceptual de su esencia. El tiempo vivido con la conciencia de existir, el tiempo de la conciencia, es lo que llamamos temporalidad.
La confusión entre temporalidad y tiempo es el primer escollo intelectual que aparece, porque a la temporalidad le es inherente la duración; el tiempo de la conciencia dura, porque en la duración es donde puede desplegarse el ser. Esa duración tiene siempre, además, un matiz subjetivo de apreciación: No es lo mismo el tiempo del goce que el de la espera o el de la angustia.
La duración es la experiencia de la continuidad de cualquier proceso en nuestra conciencia, y requiere por tanto de la memoria. La duración es una experiencia constantemente actualizada, que sin embargo, la atención orientada hacia ella pone en duda.
Las cosas están siendo, yo estoy siendo con ellas, hasta que decido fijarme en ese durar de las cosas y mío, y entonces mi razón, mi capacidad analítica, me descubren descomponiendo esa continuidad en un instante, que denomino presente, y que deja a un lado un pasado que ya no es, y anticipa un futuro que todavía no es. Entre esas dos ausencias, la fijación de mi atención adelgaza el instante del presente hasta su desaparición.
Los orientales utilizan, al parecer, una metáfora para esto: La conciencia- el presente- es como el cuchillo que corta el pan del tiempo. Corte por donde corte, donde está el cuchillo, no se encuentra pan.
Los filósofos antiguos constataron ya esta paradoja: que estamos hechos de tiempo, que fluimos con él, en perpetuo cambio, que no nos bañamos dos veces en el mismo río, según declaró Heráclito, y sin embargo, nuestro pensamiento nos conduce a una refutación del tiempo: nada es el pasado, nada el futuro, nada el presente. La suma de esas tres nadas, que es el tiempo, sólo puede dar nada.
Algún filósofo, como Platón y su escuela, recurrieron al artificio de separar tiempo y eternidad, que sería la fijación de ese fugaz instante presente, que para nosotros es cuando ya ha dejado de ser. El mundo verdadero, el de las esencias, pertenece a la eternidad, al tiempo que no pasa, y, por tanto, es. (Y al ser, deja de ser, la eternidad es lo contrario del tiempo).
Kant recluyó el tema en el ámbito de lo impensable a priori. El tiempo es una forma básica de la sensibilidad, la primera de todas. Sin él no podemos concebir ni representar nada. Es previo incluso al espacio, ya que si podemos concebir entes ajenos al espacio, como los números o la música.
Que sea ingrediente indispensable de nuestra representación del mundo no implica que no lo sea también de las cosas en sí.
El tiempo en Kant es tan sólo la constatación de la temporalidad primordial, elevada a categoría. Su esencia, una vez más, se le escapa a él también.
Nadie sabe en esencia qué es el tiempo. Ni siquiera la física moderna, que se cuestiona esencialmente su naturaleza vía la experimentación y la medida.
Hablar, como la relatividad lo hace, de continuo espacio- temporal, considerar las variaciones en la medición del tiempo que afecta al estado de movimiento acelerado de los cuerpos (relatividad restringida) o a la existencia de masas gravitatorias que curvan el espacio- tiempo (relatividad general) no hace más que concretar en términos medibles la condición propia del tiempo, que es la de ser la condición primera de posibilidad de la manifestación del ser.
Se trata de especificaciones y se refieren a aspectos relacionales del tiempo, no a aspectos sustanciales. El tiempo en sí mismo, referido a sí mismo, no vinculado o referido al movimiento, al espacio o a los procesos termodinámicos irreversibles que postulan la famosa “flecha del tiempo”, sigue siendo un completo misterio.
Un misterio quizás irresoluble si su condición última fuese lo que no se puede desechar de antemano, de naturaleza lógica y lingüística. No olvidemos que el primer ámbito mental donde aparece una estructuración del tiempo es el lenguaje.