Arte y Fealdad

Os voy a contar hoy una extraña historia. Si la leyerais como obra de ficción firmada por un novelista de éxito, os admiraría, queridos lectores, la inventiva de su autor, a quien en todo caso le achacaríais falta de verosimilitud. Claro es que al arte todo le está permitido, y sobre esta afirmación, sobre su significado y licitud, habremos de volver más adelante.

El relato de nuestro fabulador, que habría que encuadrar en un género de fantasía terrorífica, o anti-utopía de anticipación, un poco al estilo del MUNDO FELIZ, de Aldoux Huxley, o del 1.984 de George Orwell, daría comienzo más o menos así:
Érase una vez una república, llena de historia y riqueza, llena de arte, con un pasado tan turbulento como esplendoroso y un presente próspero aunque sembrado de conflictos, que eran la semilla de graves incertidumbres sobre su futuro. En aquella república, que salía de un terrible conflicto armado, había grandes dosis de amargura y desencanto, grandes heridas colectivas que aún no habían cicatrizado, y, aunque los negocios iban bien y la sociedad se enriquecía, el futuro daba miedo, no ofrecía garantías ni seguridades.

En circunstancias similares de crisis histórica en el pasado, el pueblo de la república había encontrado en el arte; en el teatro, en la música, en la arquitectura y la pintura consuelo y refugio, solaz y esparcimiento. Así habían acontecido las edades doradas y siglos de oro de la pintura, la literatura o la poesía, para deleite de los tiempos presentes y gloria de los tiempos por venir.

Pero en aquella república, un grupo de hombres influyentes y perversos decidieron que no serían así las cosas de nuevo. Y, alimentados por las angustias del momento, inspirados por ellas, decidieron sumir a su pueblo en la amargura y la tristeza, bajo el pretexto de una enfermiza concepción pedagógica de la libertad y la verdad.

“¡Despertad, abrid los ojos!”, proclamaron. “El arte del pasado está superado, muerto, no va con los tiempos. Nosotros os daremos un arte nuevo, acorde con la verdad de la vida, que los recientes acontecimientos políticos se han encargado de manifestar. ¡Muerte a la tradición, vivan las vanguardias!.

Proclamaron también que “había que ser absolutamente modernos” y que “el Ford T era más bello que la Victoria de Samotracia”. Armados con estas perlas y con otras del mismo estilo, y con un lenguaje de corte militarista y radical (se habló mucho entonces) de estrategias y vanguardias, de avanzadillas y militancia, de revolución, de guerra a las concepciones burguesas de la vida y del arte) aquellos conjurados sembraron tal desconcierto en las confundidas mentes de los ciudadanos de la república que los hicieron renegar de la tradición y del sentido, de la armonía y de la belleza. Tan bien supieron jugar sus cartas, tanto y tan bien manipularon, adulándolas, a aquellas masas ya tocadas por el universal nihilismo de los tiempos, que las hicieron aceptar que “menos es más”, que lo blanco es negro, que el talento y la maestría son negativos y estériles, que esforzarse por la belleza es una pérdida de tiempo, que “el ornamento es delito”. Los cánones clásicos y eternos de armonía y proporción se arrinconaron en el desván de los trastos viejos, cosas ya tan superadas como las sangrías de los médicos o la extracción de la piedra de la locura.

Sedujeron, adularon, compraron, descalificaron, sobornaron, amenazaron, engañaron casi siempre, y al final triunfaron, como maestros que eran del eslogan y la propaganda, con su cohorte de críticos inventando teorías y propuestas “ad hoc” de modo que, al cabo, era arte únicamente lo que los críticos calificaban como tal, al margen del gusto o del mero buen sentido de los ciudadanos, convertidos en espectadores pasivos ajenos a ese juego conceptual del arte que se les había impuesto.

Y así, las ciudades se vieron invadidas por grandes contenedores de habitáculos: colosales prismas repetitivos o apilamientos informes, donde antes había habido edificios; los urinarios y los cuadrados blancos sobre fondo blanco encontraron lugar de honor en museos y centros culturales. En las galerías de arte pudieron verse grandes lienzos cruzados por chafarrinones de pintura que pasaban por ser Brigitte Bardot o la Santísima Trinidad, cadáveres humanos o animales embalsamados, tarros con la mierda del artista, o al propio artista exponiendo su “no obra” en una galería vacía hasta de polvo.

El “Retablo de las Maravillas” triunfó y tomó como escenario privilegiado el solar entero de la república. Y todo fueron vanidades y oropeles, genuflexiones y ditirambos del pueblo entero, celebrando el lujo y el esplendor vestimentario de esa nueva corte en la no sólo el rey, sino todos los miembros de su compañía y séquito, hasta el último mayordomo o lacayo, todos iban desnudos.

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