EL HORNILLO
Opinión/Ramón Jiménez Madrid
Tengo una casa en el Hornillo desde la muerte de Franco, un personaje que a lo mejor vuelve a aparecer más tarde, aunque de furtivo, y me he pasado muchas horas contemplando el ejercicio –prodigio sería más preciso- arquitectónico en hierro que hizo el ingeniero Guilman a principios del siglo XX.
Como una torre Eiffel horizontal, presta en su día a la dura brega minera y ferroviaria, a misteriosos servicios especiales cara al futuro. El Hornillo, y no me refiero ahora a su embarcadero, ha vivido una a una las mutaciones de un espacio muy distinto al que hoy mantiene, antes pura naturaleza, zona silvestre, cala agreste, hoy cuevas profundas, trogloditas que habitan las zonas altas, almacenados en torres de lujo, en ratoneras que sirvieron para las madrigueras de antaño. Antes, el Cambrón era un monte inmenso y pacífico, el más alto del pueblo, hoy, partido en dos, parece un melón rajado. Antes cubierto de esparto, lentisco y madrigueras de conejos. Hoy, cubierto de casas, dúplex, adosados, conejeras para muchos propietarios de segundas casas.
La pequeña playa del Hornillo, antes de que se construyeran las 4 Plumas por benévola decisión, tenía bloques de piedra en su centro, pedruscos tremendos que nos servían para depositar allí las bolsas y mochilas de las excursiones, como redes para devolvernos la pelota que entraba en el marco. Porque íbamos a la playa en los días de Pascua a realizar meriendas, excursiones, con hornazo o sin él, en aquellos contornos bastante solitarios, salvo la imprevisible presencia del Joliver, no siempre presente, unas veces viajando en barcos extranjeros, otras veces ausente en sus largos y embriagados sueños. Y si no llegábamos a tocar la arena con los pies, subíamos a la casa del Coronel (otros la llamaban del Capitán), en la loma de un monte, desde donde se divisaba hermoso panorama en la lejanía, sin las torres que impidieran la contemplación del castillo, la peña del Aguilica, Cabo Cope, allá en la lejanía. Un lugar abandonado, solitario, sin una casa pegada a la vera del mar, sin un resquicio de vida, lugar apartado, ajeno a la vida del pueblo. Con la isla cárdena o cenicienta al fondo, con sus casas que se desfondaban, lugar de encuentros amorosos, de pescadores o de submarinistas.
El embarcadero del Hornillo, con sus inmensas boyas a una y otra parte de la bahía, era lugar de gran trasiego en esos años en los que llegaban numerosos barcos –vapores para los aguileños- que venían a llevarse el mineral que salía de Jaravía, Pulpí o de la sierra de Almenara. Y se acumulaba el trabajo porque fondeaban en la pequeña bahía diez o doce barcos a la espera de su turno, la de cargar con el mineral y la de desalojar a los muchos marineros que disfrutaban –o eso parecía- con algunas comodidades económicas de las que carecían los moradores de la villa. La vida dura del mar, se convertía en muelle en tierra, así que era frecuente que llegaran con sus paquetes de tabaco rubio y que pidieran a cambio de alguno de ellos, información sobre las casas de citas, los comercios más cercanos o las tabernas más famosas, que muchos de ellos, tras la tregua de la navegación, aprovechaban los momentos de asueto para llenarse la panza de vino.
El Hornillo tenía vida por encima y debajo del embarcadero y muy poca en sus dos alas. La del Hornillo en estos momentos, frente al Casuco, no era playa propiamente dicha. Cogida por las piedras, diezmada en su dimensión, apenas iban bañistas a aquella parte ocupada por las boyas de los barcos, por redes de pescadores, por Los Cocedores, en la parte contraria, debajo en la actualidad del chalet de don Alfonso Escámez, marqués de Águilas, era playa pedregosa, inútil para el baño y se aprovechaba, tal como indica el nombre, para cocer el esparto que llegaba, como a la Carolina, en carros tirados por mulas. Se desprendía un olor fuerte tan pronto se comenzaba a secar, una vez que eran retirados los haces del agua. Un olor agrio en esa parte y un sonido estremecedor siempre que las compuertas de los vagones dejaban rodar su pesada carga a las bodegas del barco. Un sonido que llegaba muy lejano, a los confines del mismo pueblo, tal era el estampido y el tronar, como una tormenta, de piedras desprendiéndose desde las alturas, cuando los vagones dejaban caer su pesada carga. El Hornillo era una pequeña ciudad salvaje, del oeste, con negros e indios, con fogoneros y con mulatos que navegaban en las bodegas. Un lugar de encuentro de culturas, de mares abiertos y espacios cerrados.