Artículo de Opinión: «Piano lunar»
Francisco José Montalbán Rodríguez
Già La Luna è in mezzo al mare,
mamma mia, si salterà!
L’ora è bella por Danzare,
chi è en el Amor no mancherà.
Già La Luna è in mezzo al mare,
mamma mia, si salterà!
Gioachino Rossini: La Danza
Comenzó el día 17 del ferragosto aguileño con un ascenso al Castillo de San Juan de las Águilas, al reclamo ineludible de un evento muy especial. Se iba a trasladar un hermoso piano de cola Steinway & Sons desde el Auditorio y Palacio de Congresos Infanta Elena hasta la Batería de San Pedro del Castillo.
Y por segunda vez en cuatro años, íbamos a poder disfrutar en exclusiva del vuelo de un piano sobre el mar Mediterráneo. Se hicieron las oportunas fotografías, para dejar constancia gráfica para las generaciones futuras, de un momento histórico.
En la ocasión anterior el piano hizo un corto vuelo desde el Peñón del Roncaor hasta su destino final en el improvisado anfiteatro del Castillo. Ahora el periplo del piano ha sido auténticamente marinero, ya que se ha trasladado desde el Auditorio hasta la terraza del Castillo en una travesía aérea directa. La visión de una maravillosa caja de música sobre la superficie levemente rizada de la superficie marina a un tiempo sobrecogía y emocionaba. Sobrecogía la inmensidad del piélago bajo el ahora diminuto piano y emocionaba ver al helicóptero deslizarse sobre el lienzo caliginoso de la mañana agosteña con el telón de fondo del Pico de L’Aguilica, la Isla del Fraile o el cabezo de Cope además del macizo velero blanco en que se nos convierte el Auditorio en lontananza. El aire liviano, de un azul fúlgido, parecía soportar el teclado que habría de convocar por la noche toda la magia de la música.
Ha habido esta mañana una conexión inmaterial entre el futuro, desde donde ha partido el piano, abrigado al regazo monumental del Auditorio, hasta el pasado sobre las peñas históricas del bastión que representa el Castillo, acomodado sobre una plataforma que da al mar y a la montaña.
Se han sucedido las horas y el sol ha cumplido su viaje diario desde el Levante hasta el Poniente, dando paso a nuestro satélite que salía desde la raya del horizonte marino justo después del ocaso, en el misterioso momento en que el cinturón de Venus tiñe de luz violeta el cielo con un anillo que rodea toda la Rosa de los Vientos.
Llega la noche y un brillo de plata lunar se derrama por el mar hasta el faro de Punta Negra. Tomamos asiento sin dejar de maravillarnos ante la panorámica nocturna que ofrece Águilas a los afortunados espectadores del concierto.
Sale Ludmil Angelov, concentrado, sin una partitura. Toma asiento en el taburete, se hace el silencio y comienza la Gran Música.
La primera parte del concierto estaba enteramente dedicada al maestro de compositores, Franz Listz, con una selección de obras de diverso estilo y carácter, pero todas presididas por la complejidad técnica así como por una estética plenamente romántica. Tras el descanso, aderezado con la tradicional copa de cava de Promúsica, se impuso la presencia avasalladora de Frédéric Chopin con dos mazurkas, una Sonata, un Nocturno y una Polonesa.
Sobre la interpretación de Angelov, cuyo curriculum es absolutamente apabullante, debemos decir que nos causó una sorpresiva impresión y explicaremos por qué. En el pasado 22 de abril, dentro del 9º Concierto de Abono de Promúsica Águilas, tuvimos la gran ocasión de gozar de la interpretación de Ludmil Angelov acompañado de la Orquesta Sinfónica de la Región de Murcia al mando de Virginia Martínez. El pianista búlgaro interpretó dos composiciones de Chopin, en el que es un especialista internacionalmente reconocido, y la Patética de Tchaikovski; el conjunto del piano con la orquesta resultó de una contundencia que ya remarcamos en pasada crónica. Pero hoy, bajo la luz del plenilunio de agosto, el artista de las teclas estaba a escasos 4 metros de nuestra vista y nuestros oídos. Esta proximidad añadió a las demás sensaciones un plus de conexión, una extraña intimidad con el pianista, un cierto aire de catarsis. Su rostro, cuando las manos están fuera del piano no resulta en exceso expresivo, si acaso, correcto y cordial, pero sin efusiones gratuitas. En sus entradas y salidas del piano, en sus saludos agradecidos a los aplausos, una gran sobriedad y una serena elegancia invadían el espacio del escueto escenario.
Pero como si de un Doctor Jekyll y Mr. Hyde se tratase, comprobamos que cada obra que interpretaba se le demudaba el rostro y entraba en una especie de trance que envidiamos sanamente, ya que es el momento excelso de la creación aunque sea por medio de la lectura personal de un autor. En esa especie de colaboración más allá del tiempo surge el momento de la emoción, ese instante mágico en el que las notas del pentagrama se transmutan en belleza sonora, irrepetible y única.
En esa personalidad casi demiurgica del pianista, la tensión dramática o la languidez romántica se suceden sin límites al son que ordenan los pentagramas y de ese modo asciende, como la alondra de Vaughan Williams, a lo más alto de la expresión ahora nada contenida de un rostro entregado al placer y un cuerpo que vibra por entero con cada cambio de ritmo o tono. No hace falta conocer las partituras para saber, en cada momento, cuáles son las indicaciones de carácter de cada frase, se podían leer en el lenguaje corporal del intérprete.
Observar a Ludmil Angelov tan de cerca, sentir cómo se estremece con el teclado bajo sus dedos de terciopelo, es una ocasión única que, posiblemente, uno no vuelva a sentir con tanta intensidad. Sentir el dolor y la esperanza, lo negativo y lo luminoso, la guerra y el esplendor de un futuro de paz, el amor que sufre y goza sin límite, los adioses y las bienvenidas, lo sereno y lo patético, la luz y la sombra, sentir a Listz y a Chopin desde las vísceras y desparramarlos sobre el vaivén negro y blanco del teclado. Vivir, en fin, la Música y sentirla hondamente mientras la luz argentina de la luna riela sobre la rizada llanura de un mar cálido y nocturno.