Tomarse en serio al Islam
Los del Norte, está claro, han perdido el norte. Esos países, endémicamente “aquejados de irrealidad” según el diagnóstico borgeano, instalados en una olímpica desconexión de las duras realidades del mundo, mirándose el ombligo “de diseño” bajo la lívida luz de mares de plata fría, cielos sombríos y auroras boreales. Hace años que la Academia Nóbel no da una en el clavo, ni por activa ni por pasiva. Ni cuando premia a figuras oscuras que no consiguen salir de la oscuridad a pesar del galardón, ni cuando se olvida se nombres de valía y reconocimiento archiprobados -recuerda lector a Borges, de nuevo- castigados por no ser políticamente correctos.
Y lo peor sucede cuando ese perpetuo “vivir en la inopia” salpica con impredecibles consecuencias a terceros. Consecuencias que pueden traer mucha sangre, y que están acarreando ya una espiral de violencia desestabilizadora en nuestro ya suficientemente inestable mundo
Cita “El segundo requisito es deshacerse de una buena vez de esa impostada mala conciencia…”.
Habrás adivinado ya, amigo lector, de que va todo este preámbulo. En efecto, se trata del “affaire” de las caricaturas de Mahoma, esas que unos irresponsables han tenido a bien publicar en un periódico de Dinamarca.
¿Algo huele a podrido en Dinamarca?. Hamlet el saturnino encontraría hoy efluvios del rancio tufillo de la estupidez y la ceguera. Pero si el príncipe paseara su fina pituitaria por las tierras de Occidente, desde todas ellas le llegarían relentes de lo mismo. Desde luego que el hedor que le alcanzaría procedente del Próximo Oriente le parecería insoportable: peste a montañas de estupidez, ceguera, maldad y fanatismo; miasmas de sangre y de muerte.
Los del Norte han perdido el norte. Y los del Sur, y los del Este, y los del Oeste.
Y la radiografía tragicómica de ese desnortamiento general nos la proporciona esta historia grotesca y siniestra de las caricaturas.
Pone este desdichado asunto de manifiesto la peligrosísima incapacidad de Occidente para juzgar objetiva, realista y fríamente a su secular y no siempre reconocido enemigo, el Islam. Es un pecado, y peor aún, es un error mortal no tomar en serio al islamismo radical, que arde de odio contra la civilización cristiana en general en todos los países de gobierno o mayoría islámica. Basta para comprobarlo con fijarse en la práctica impunidad con que están actuando en todos ellos las masas infrahumanas de fanáticos y exaltados, portadoras de carteles amenazantes que expresan una voluntad genérica de aniquilación, sin distingos ni matices.
Es asombrosa la ceguera con que en Occidente se ha considerado al Islam. Desde los mitos de su pasada tolerancia histórica, tan queridos y sostenidamente mantenidos contra toda evidencia histórica por las izquierdas, hasta la escandalosa asimetría que, en las mutuas relaciones, se asume como “normal” o “de suyo”.
A este respecto, es significativo el silencio de ZP y sus muchachos a la hora de alinearse con los países de nuestra órbita cultural en defensa de un principio irrenunciable- ocasionales torpezas a parte- como es el de la libertad de expresión.
¿Seguirán aferrándose a esa tópica y utópica “alianza de civilizaciones”, una alianza que pretenden conseguir por el camino fácil e inexorablemente fallido del entreguismo y la renuncia?.
Para lograr esa famosa alianza, si es que algún día es posible (y mientras no evolucione profundamente en la dirección adecuada el Islam lo dudo mucho) hay dos requisitos previos indispensables.
El primero, lo repito, tomarse de una buena vez en serio al adversario. Un adversario que acabó con la herencia grecolatina en media ribera del Mediterráneo y a punto estuvo de lograrlo en la otra media; un adversario que destruyó a la Bizancio milenaria, y cuya historia es la de catorce siglos de conflictos y casi ininterrumpidos enfrentamientos con el Occidente cristiano.
Un adversario que sólo entiende la vida propia y la ajena en términos de sumisión (eso mismo significa Islam) a los preceptos de una intransigente tiranía teocrática, y que no ve otra alternativa a la sumisión que la aniquilación.
El segundo requisito es deshacerse de una buena vez de esa impostada mala conciencia que lleva a los occidentales a asumir sin crítica ni reparo que son culpables de todos los males del universo mundo, y no tienen derecho a exigir un principio de reciprocidad en sus relaciones con los otros pueblos.
Me refiero a cosas como facilitar o incluso subvencionar la construcción de mezquitas en suelo propio, y considerar normal y hasta legítimo que otros persigan en sus tierras no sólo la construcción de iglesias, sino la mera práctica religiosa del cristianismo.
Y es que nos creemos tan superiores en el fondo que no aceptamos la responsabilidad del otro en lo que ocurre, ni juzgamos nuestro comportamiento y el suyo con el mismo rasero. Nuestra tolerancia es realmente condescendencia, y sólo nos acarrea desprecio.
A ver si empezamos a repartir con equidad derechos, obligaciones y culpas, y nos desprendemos de actitudes que solo son figuras mórbidas de un neocolonialismo del espíritu.
Solo afirmándonos en nuestros principios y valores propios, que existen y son muy válidos y defendibles, alcanzaremos la firmeza necesaria para lograr un principio duradero de convivencia.