Auschwitz, hoy

“El precio de la libertad es la eterna vigilancia”. (Burke).
El tema del Holocausto adquiere hoy una, al menos, doble vigencia. Hay, en primer lugar, una cuestión de fechas. Por estos días se conmemora el sexagésimo cuarto aniversario de la “liberación” por las tropas soviéticas del complejo concentracionario-industrial de Auschwitz-Birkenau, un ya ominosamente lejano 27 de enero de 1945.

Situado en el sur de Polonia, próximo a Cracovia, constaba de tres campos principales y 39 subalternos. Los soldados soviéticos encontraron allí unos 7.000 supervivientes consumidos y depauperados, miles de cadáveres más o menos descompuestos, tirados de cualquier manera, en el suelo o en los barracones, y cientos de miles de vestidos de niños y adultos almacenados, junto con más de siete toneladas de pelo humano. Fue el campo que tardó más tiempo en dejar de funcionar como campo de exterminio. Poco antes de su ocupación por los soviéticos, las SS asesinaron sistemáticamente a los prisioneros del campo y procedieron a la voladura de los edificios donde se encontraban los hornos crematorios, destruyendo asimismo los voluminosos archivos existentes.
La orden expresa del Führer de que “no quedara un solo judío superviviente en el campo” no pudo ser cumplida íntegramente.

Aún así, este campo fue el más extenso y efectivo de los “complejos industriales de la muerte” creados por los nazis. En él fueron exterminados un millón y medio de judíos y no judíos, como mínimo, a un ritmo de más de 7.000 personas diarias en sus momentos de pleno rendimiento.
Es obligatorio no olvidar Auschwitz. En él tocó fondo, hasta el día de hoy (pero no hay marca que en el futuro no pueda superarse) la condición humana. Nunca, ni en las mayores carnicerías humanas de los mongoles, ni en las peores matanzas de bárbaros, turcos o cruzados, se había caído tan bajo.
Pero, tal como he anunciado al principio, hay una segunda razón para recordar Auschwitz a día de hoy. Y es la obligación moral que tenemos todos aquellos a quienes hay algo que todavía nos importa, todos los que no hemos perdido aún del todo la dignidad y la decencia, de intentar “pensar Auschwitz”, de intentar situarlo en una perspectiva correcta, que pueda servirnos de enseñanza, y a la vez, de aviso y advertencia.

Esto último es especialmente necesario.
Auschwitz es algo demasiado enorme para que una mente normal pueda abarcarlo. Podemos conmovernos hasta las lágrimas asistiendo a la enfermedad dolorosa de un niño, podemos sentir un profundo dolor ante la desdicha o la pérdida de un ser querido.

Pero cuando el volumen del dolor individual humano crece vertiginosamente, exponencialmente, hasta alturas y cifras que nuestra imaginación es impotente para representarse, el resultado es la desdibujada atonía de la estadística. Una abstracción que podemos manejar cuantitativamente, pero que no deja espacio a la percepción del sufrimiento y a la compasión o la empatía. Cuando los asesinados y torturados son millones, dejamos de sentir y nos limitamos a condenar racionalmente.

La culpa generada en Auschwitz es inasumible. Es además generalizada. Los historiadores modernos han demostrado el grado de implicación, bien por activa, bien por pasiva; por no actuar, por dejar hacer, por mirar hacia otro lado y no oponerse, por no querer saber, de la sociedad alemana de su tiempo, en su conjunto, en el Holocausto.

No sólo de ellos. Para que el exterminio fuera de millones, en vez de ser de millares, se requirió la complicidad y la pasividad de las naciones ocupadas e incluso de las enemigas del régimen nazi; el desinterés culpable del Vaticano, que tampoco quiso saber ni condenar, y de las naciones beligerantes, que en ningún momento bombardearon las infraestructuras y vías férreas que conducían a los campos, mientras que no tuvieron inconveniente en reducir a escombros y cenizas la ciudad de Dresde, carente de industrias o interés estratégico.

Esa culpa colectiva ante el horror máximo se desdibujó rápidamente.
Sobre Auschwitz cayó un espeso manto de “noche y niebla”, parafraseando la criminal estrategia de hacer desaparecer a los oponentes, practicada por los nazis, que así se denominó, y recordando, a la vez, el mejor de los escasos documentos visuales serios que se han filmado sobre el tema, el de Alain Resnais. (Películas sensibleras, lacrimógenas, de acción, etc., sobre el tema las ha habido por miles, pero eso es solo la explotación de un filón cinematográfico como otros).

Hoy Auschwitz es una especie de parque temático, declarado, ¡paradoja de paradojas! “Patrimonio de la Humanidad”. ¡Sí, como la ciudad de Salamanca, por ejemplo!
Visitado anualmente por miles de turistas, reclama continuamente fuertes sumas de dinero para su correcto mantenimiento, como saneada fuente de ingresos que es.

El desenfoque en relación con ese entramado de crímenes, miserias y barbarie racionalizada y tecnológica que podemos designar como Auschwitz, lleva hoy a dislates como el muy común, desde hace años, entre los voceros propagandistas de la izquierda reaccionaria, de extender y propagar el antisemitismo equiparando las atrocidades eventuales y las brutalidades habituales del ejército israelí contra los palestinos con el exterminio fríamente planificado y de alcance universal que realizaron los nazis. Si los judíos de Israel hubieran hecho con los palestinos lo que los nazis hicieron con ellos, los palestinos habrían simplemente desaparecido hace décadas, y ya no habría problema palestino al que referirse.

Pero el principal problema, para nosotros, que vivimos en pleno siglo XXI, es lo que se podría denominar el “efecto Auschwitz” o “síndrome de Auschwitz”. Me refiero a la inquietante narcotización moral, a la pérdida colectiva de sensibilidad y conciencia ética que nos amenaza, sin nosotros advertirlo, con la llegada de una nueva pesadilla totalitaria, amparada en las tecnologías de manipulación de las conciencias.

El “síndrome de Auschwitz” ha perdido sus apariencias más truculentas a cambio de instalarse insidiosamente en nuestra cotidianeidad.

Recuerdo, a título de ejemplo, que a Julián Marías, nuestro último filósofo de verdad, le preguntaron cuál era, a su juicio, el hecho más grave del siglo XX. No lo dudó un instante: “La aceptación social del aborto”…

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