La República de los simios
Iba esta mirada a titularse “El planeta de los simios”, pero pudo el autor advertir a tiempo un titular en El Mundo de este domingo último que rezaba “retorno al planeta de los simios” encabezando uno de esos largos artículos que tiene a bien, no se aún si regalarnos o infligirnos, el inefable Pedro J. Ramírez. Coligo que trae a colación la misma cuestión que yo, pero no he querido leerlo por si acaso, que las lecturas muy recientes lastran inevitablemente la reflexión, hasta que no transcurre el tiempo de maduración debido. Además de que no necesito guías ni referentes, que la materia de este escrito se ofrece sola, a poco que se razone con la propiedad de un mamífero superior normalmente dotado.
Ya habrá el lector avisado (y avispado) supuesto de qué se va a tratar aquí: pues de la última ocurrencia de uno de los diputados más “progres” y mejor intencionados del partido gubernamental, de la que abundantemente se ha hecho eco la prensa, y a la que todavía se le sacarán tiras jugosas.
No es para menos. El ilustre personaje al que me refiero propone un proyecto de ley para concretar y definir los derechos humanos de los simios. Y para hacerlo respetar con todo el peso de la ley del Estado de Derecho. Afirma el “simiófilo” prohombre (en una entrevista que publica El país) que este si que es un tema de calado y enjundia, digno del tiempo que necesiten dedicarle esos representantes populares que viven a costa de nuestros impuestos, y no esas cuestiones menores de las opas agresivas que se vuelven contra la política parcial y exclusivista del gobierno, o esos sermones metafísicos que algunos se empeñan en dedicar a la bizantina cuestión del destino y la integridad territorial de España.
Todo esto es relleno y trivial perversión de la trascendente función de las Cortes para nuestro diputado “simiófilo”, que encuentra en cambio justificadísimo plantearse la defensa jurídica de nuestros primos cuadrúmanos, indudable filón de futuros votantes para su partido, y fuente inspiradora para una saludable reforma en profundidad de nuestros usos y costumbres.
Así el hábito de los bonobos, que pese al nombre no son nada bobos, de resolver los conflictos por la vía sexual, fórmula que debería, según nuestro diputado, aplicarse a rajatabla en las frecuentemente tormentosas sesiones de debates de las Cortes. A la espera de que prospere la estrategia de la camas redondas parlamentarias (habrá que ver que papel se les otorga a los leones de la escalinata) no estará de más, digo yo, reflexionar un poco sobre tan sustancial materia.
No vaya a ser que, so pretexto de procurar, en aras de la fraternidad cósmica universal, los derechos HUMANOS de los simios, estemos, y ya hace mucho, en vías de generalizar la aceptación colectiva, resignada y acrítica, de los derechos SIMIESCOS de los hombres.
Porque tanta solidaridad zoófila resulta sospechosa, y más no surgiendo en el contexto feliz de una sociedad libre, próspera, sin desigualdades ni conflictos, si no en las aguas turbulentas de nuestra actualidad, llena de urgencias e incertidumbres.
Hay una característica común del pensamiento “progre”, y es la de la sistemática animalización del hombre, la minimización de sus valores y dignidad propios, y ello no en aras de un conocimiento científico del que no están hoy por hoy en modo alguno excluidas la controversia y la polémica, sino con vistas a un rebajamiento de la humana condición que proporcione coartadas éticas para todos los excesos y manipulaciones.
No olvidemos que el hombre “animalizado”, y mejor aún, “cosificado”, convertido en pasivo recipiente de instintos y deseos, sin libertad, ni dignidad, ni voluntad, ha sido la arcilla maleable que se han considerado legitimados para moldear a su antojo los totalitarismos y fundamentalismos pasados y presentes.
La República de los simios no es la sociedad de los Derechos del Hombre, con que soñaron Benjamín Franklin o Voltaire, su admirador entusiasta, sino el Mundo Feliz de Huxley, haciéndole guiños al Planeta de los Simios de Pierre Bouille.
Detrás del rebajamiento de lo humano a su dimensión meramente biológica hay dosis descomunales de mala fe, disfrazada en este caso que nos ocupa de universalismo solidario. Detrás de la acotación biológica de lo humano hay cosas tan graves como la aceptación social del aborto (para Julián Marías, el acontecimiento más grave del siglo XX) y las diversas formas de eugenesia y eutanasia, que pasarán con el tiempo de los casos excepcionales en que pueden tener una justificación, a convertirse en usos sociales aceptados para la eliminación de todo el que no sea fuerte, útil y productivo.
La progresiva intromisión terapéutica del Estado en las vidas privadas de los ciudadanos camina también en esa misma dirección. Hay que velar para que esas máquinas biológicas de votar y producir que somos se conserven en buen estado.
Recuerdo una anécdota de Heinrich Himmler, jefe de las SS nazis, y responsable supremo de su política exterminadora. Este hombre, dotado de gran sensibilidad para con los animales, tenía un canario. Cuando los asuntos de la política (deportaciones, estadísticas de gaseados, diseños de hornos, reciclado de restos humanos, etc etc) le hacían volver tarde a su casa, entraba por la puerta trasera, para no perturbar el sueño de la inocente avecilla canora.
Velar de un modo efectivo y realista por la preservación de la naturaleza me parece perfecto e indispensable. Pero dejémonos de “monadas”, por favor. Para empezar, en España, ámbito de aplicación de esas salvaguardias jurídicas, no hay, políticos cerriles aparte, más monos que la mona Chita, que sale en la prensa besando a nuestro parlamentario de marras, quien, por cierto, pone cara de circunstancias.
No son nuestras leyes las que evitarán el exterminio de los gorilas de montaña en Kenia.
Y en cuanto a ese famoso 1% de diferencias genéticas (dentro del que caben el lenguaje, el arte y la ciencia , toda la historia) y que al parecer, según algunos, prácticamente no es nada en comparación con ese 99% que compartimos con nuestros primos simiescos, yo les sugeriría que siguieran “razonando” en esa línea. Así no tardarán en plantear los derechos humanos de la moscarda verde, con la que compartimos nada menos que un 50% de los genes.