Oceanografía del tedio

Nada tan equívoco como este título. Para empezar, no es de mi cosecha. Bajo este epígrafe dedicó el vasto (e ignorado), el oceánico Eugenio D´Ors páginas inspiradas y memorables al arte eximio del “Dolce far niente”. Así pues, hay un segundo equívoco que concierne al sentido de la palabra tedio.

Se suele decir de algo aburrido, indigesto, que es tedioso. Así un libro, una charla, una compañía. Pero sin duda don Eugenio se refería en sus páginas a algo más noble que el mero aburrimiento.

Y además, ¿por qué oceanografía? ¿por qué no descripción, anatomía, hasta cartografía del tedio, si se quiere?.

El estado que anuncio es más bien, como no ignoraba el poeta recordado, un actuar pasivo (…)

El tedio pues, parece ser visto por nuestro autor como algo vasto, algo tan inabarcable como un océano, del que se intenta conocer sus corrientes, sus flujos y reflujos, las migraciones de su fauna, el paisaje misterioso de sus simas y profundidades. El tedio pues, no como carencia, como falta de plenitud, sino todo lo contrario: el tedio como estado de nobleza primordial, como primer señorío del hombre. El tedio como estado del hombre que puede ser generoso y espléndido señor de su tiempo propio.

Y volvemos aquí a la idea del artículo anterior, La Mirada dedicada al viaje como estado de vida en plenitud, como experiencia, esporádica y libre, del tiempo cualitativo. Ese tiempo que, alguna vez, el “homo faber” se atreve a dedicar a la fabricación de sí mismo.

El viaje y el tedio, en su acepción dorsiana y oceánica, son los dos polos extremos de una misma experiencia del tiempo, de una misma apertura hacia el universo y el sí mismo.

El viajero sale al encuentro del rostro inicialmente oculto que el universo le destina; un rostro hecho de la superposición de vivencias, experiencias, lugares, personas. Al final, después de mucho recorrerlo, el mundo se nos presenta como un espejo en cuya fría superficie se refleja nuestro verdadero rostro.

El tedio oceánico es también una iniciación y una experiencia de viaje, solo que en ella el universo con toda su sensualidad y su belleza se desplaza hacia nosotros, nos va poseyendo, y abre en nuestra mente un espacio interior ilimitado, un océano, cuyas profundidades nos devuelven también los rasgos de nuestro rostro verdadero.

La alquimia del tedio es inversa de la del viaje, con ella nos hacemos solubles en la totalidad para encontrarnos. Con la del viaje, el mundo se precipita en un destilado de experiencias acumuladas, como sales preciosas precipitando en la retorta del alma.

Y si, como se argumentaba entonces, el viajero encuentra su caricatura inversa en el turista, el artista del “dolce far niente” será hoy confundido con un abúlico, un inútil, un gandul, un inactivo. Si nuestro tiempo puede aún apreciar el viaje, no puede ya comprender esta alternativa, esta forma de viaje interior tan contraria a su inveterado activismo.

El hombre contemporáneo, como decía García Lorca del norteamericano, viaja a ninguna parte a increíble velocidad.
Se cuenta de un gran poeta romántico que se alojó por un tiempo en una pensión, que colgaba en la puerta de su habitación un cartel que decía así: “silencio. El poeta trabaja”. Tal cartel amanecía en su puerta, vetando cualquier alteración de su descanso, tan necesario dada su condición de trasnochador libertino. Estoy convencido de que no se trataba de un chiste. Este poeta (Apollinaire, según creo) era de los nuestros. Él también era un artista del tedio.
Debería brindar ahora unas instrucciones, o unas indicaciones al menos, para que el lector pueda iniciar con ventura y éxito su particular singladura oceanográfica.

Lo primero es recomendarle encarecidamente la lectura de este texto de Eugenio D´Ors al que me refiero, si es que lo encuentra, ya que suele brillar escandalosamente por su ausencia en nuestras librerías,
La segunda es aclararle algunos puntos concretos, para que no caiga en la trampa de confundir esta experiencia con las diversas técnicas de meditación de raíz oriental tan en boga desde hace años. No se trata de eso en absoluto. No hay que negar el yo, ni hacer el vacío en la mente, ni mirarse el ombligo, ni recitar mantras, ni perseguir con asombro el sonido silencioso del aplauso con una sola mano. No hace falta vestir túnicas azafrán, ni sentarse en la posición del loto, ni magrear mística e interminablemente a la pareja, al modo tántrico.
Aún menos se trata de retroceder psico-fisiológicamente a un estadío evolutivo reptiliano, tal como cotidianamente vemos que acontece en las playas concurridas, sobre todo por estas fechas. No se trata de apagar la mente, ni de bordear la catatonia sometidos a un bombardeo solar inclemente.

El estado que anuncio es más bien, como no ignoraba el poeta recordado, un actuar pasivo; un estado de plácida hiperestesia mental, en el que, muellemente aplotronados en una “chaise longue”, en la perfumada sombra de un jardín umbrío, la capacidad discriminatoria de la mente se afina al máximo, y la apacible lentitud de la naturaleza se convierten en un inagotable muestrario de detalles y matices:
…”La chaise longue es un meridiano, divide al mundo en dos mitades. Cada mitad del mundo es representada por un perfume: alternativamente cada uno de estos perfumes invade o se retira.
Autor, cerrando nuevamente los ojos, analiza unos instantes tal vaivén. A mano izquierda hay, tras dos filas de acacias, una faja de luz ardiente del mediodía.

A mano derecha, la más profunda fronda del parque. El olor que llega del lado izquierdo es más cálido que el otro olor. Este, más delicado y voluptuoso…”
Eugenio D´Ors. Oceanografía del tedio. Los dos olores.

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