Alguien se merece carbón
Como en un gigantesco hormiguero amenazado por un peligro invisible, las gentes corrían a refugiarse en los establecimientos, embriagadas por el espíritu consumista de las fiestas. En las calles sonaban cánticos populares, al ritmo de los cuales parpadeaban luces de colores. En medio de ese ambiente estresante, en el que los autómatas se movían cegados por los lazos brillantes y los papeles para envolver regalos, creí que algún maligno ser había hipnotizado a mis conciudadanos, sumiéndolos en un atontamiento sin igual. Después de desechar los posibles mensajes subliminares de la publicidad y el exceso de azúcar en la sangre, por los dulces navideños, caí en la cuenta de que no era un fenómeno nuevo, sino que se repetía año tras año. Transportado en el pensamiento al río de Euclídes y mientras me reía de sus elucubraciones, en un hermanamiento filosófico con el padre de Zaratustra y su eterno retorno, una voz estridente y cabreada me trajo de golpe a la realidad.
_ “Como si aquí no hubiera niños sin regalos… No lo digo por racismo, pero es una discriminación”- chillaba una señora mientras esperaba en la cola de la tienda a que le envolvieran una horrible figura de porcelana. Tras darle gracias a Dios por no ser el receptor de aquel regalo inclasificable, decidí poner la oreja y ver de qué hablaban. Encima del mostrador había un periódico local de cuyo nombre no quiero acordarme, como escribiera un gran pensador aguileño hace un tiempo, en el que se podía leer que el Ayuntamiento había regalado juguetes a 200 niños inmigrantes. No sé por qué motivo (bueno, sí lo sé) me acordé de Perón y su enjoyada Evita y me imaginé al alcalde repartiendo regalos en pos de la caridad cristiana, mientras miraba a las cámaras esbozando un “¡Pobreticos, qué lástima!”. A su lado, su señora le acompañaría toda repeinada y envuelta en pieles.
En lugar de vomitar por la escena, me alegré de que los clientes de aquel establecimiento expresaran una opinión crítica. Arrepentido de mi soberbio juicio inicial les escuché argumentar el por qué de su enfado. No estaban en contra de dar regalos a los niños extranjeros, pero aquí había familias pobres que no tenían nada que darles a sus hijos. En el fondo, algo de razón tenían. Me regocijé de que a Juanito Perón le saliera el tiro por la culata y corrí hacia casa antes de que los reyes magos (escoltados, como no, por él) invadieran la Avenida. Supongo que esa noche muchos niños se quedaron sin regalo y es que a veces a los reyes les importan más las fotos que la cruda realidad.