Réquiem por el yoga hispánico
El gran Don Camilo bautizó así a uno de los más acendrados beneficios de nuestra tradición idiosincrática. A uno de los más conspicuos y sabios signos de identidad del ser hispánico: la siesta. La siesta; puente tendido entre la necesidad de producir y el lujo de existir, entre la fisiología, la cultura y la naturaleza. El gran Don Camilo, que enarboló el estandarte hispano, con capa incluida, en la severa ceremonia luterana de la adjudicación del Premio Nóbel de Literatura hace algunos años, la defendió siempre.
Creo que es certero denominar yoga hispánico a la siesta. Reúne, amigo lector, los habituales beneficios que te procura la práctica del yoga, en orden a la relajación corporal, al descanso, a la clarificación de la mente, a la eliminación del estrés y las tensiones del día. Reúnelos y réstales la sumisión disciplinaria, el tono iniciático y misticoide que con frecuencia arrastra el yoga consigo, y regálate a cambio el frescor de amanecer otra vez cada día; ese pequeño, modesto e íntimo milagro cotidiano. Al producto de estas operaciones que te propongo se le llama siesta.
Tengo amigos muy respetables y laboriosos, ya mayores, que practicaron esa modalidad de yoga con aplicación y virtuosismo, no renunciando a ella ni en los momentos de mayor tribulación y penuria. Amigos de siesta mayor, como la misa de las efemérides eclesiásticas; siesta de pijama y orinal. Y no, no quebraron sus negocios, no fueron expulsados por gandules impenitentes de sus puestos de trabajo. Al contrario, fueron considerados modelos de seriedad y cumplimiento.
Los anglosajones y los germanos, adictos a la religión del trabajo y la productividad, moldeados por la ética activista del protestantismo, que ayer despreciaban la siesta, como cosa propia de pueblos pintorescos y atrasados, empantanados en tradiciones superadas e ineficaces, están saliendo hoy de su error. Están descubriendo el Mediterráneo, o sea, la siesta, avalada esta vez por sesudos estudios científicos.
Personalmente, soy creyente y practicante desde siempre, aunque la mía es la modalidad menor; a medio camino entre la siesta pantagruélica y eclesiástica y el descanso breve, al uso del Rey Felipe II (otro aficionado a la siesta) quien daba sus cabezadas sobre una butaca con una gran llave en mano que, al quedarse traspuesto, caía al suelo, poniendo fin al descanso de tan laborioso monarca, conocido en su día como el “Rey papelero”.
Pero, amigo lector, la necedad “progresada” (que no progresista) no conoce límites. Ya decía Albert Einstein que sólo conocía dos ejemplos de infinitud en la naturaleza: la de la extensión física del universo, y la de la humana estupidez. Y no estaba muy seguro de la primera de ellas. Acercándonos más a nuestros lares, el añorado crítico de arte Santiago Amón, prematuramente desaparecido y no reemplazado, solía repetir con buen conocimiento de causa que en España ya no cabe un tonto más.
Es el caso que la caterva de “progres” que nos desgobierna ha decidido acabar con la siesta por decreto. Lo se de buena tinta. Los grandes triunfadores de la política que nos han malquistado con los Estados Unidos y la Alemania de la “fracasada” Merkel, llevándonos de la mano de lo más granadito del planeta: Mojamé “el fiable”, Evo “el recolector” ( de deudas perdonadas, no de lechugas pese a las apariencias), Chaves “el Bolívar” de los descamisados, y el barbado Castro sempiterno; los que nos han dado la gloria y el orgullo de ser el país europeo que menos va a recibir de la Unión Europea y que más va a tener que aportar; etcétera, etcétera, esos mismos genios tutelares van a reformar de raíz el deplorable ser hispánico suprimiendo la siesta.
Es penoso comprobar una vez más el reflejo intervencionista existente, de viejo cuño marxista irredento, de nuestros desgobernantes. Es el eterno reflejo totalitario de la izquierda doctrinaria, heredado de tantos “ingenieros de hombres” habidos. (Así se llamaban a sí mismos los diversos “estalines” de infeliz recuerdo).
Ya se sabe que lo característico del totalitarismo es que nada le es ajeno. Hay una manera de pensar, de ser, de vestirse, de descansar, de hacer el amor, dictada por los totalitarios de turno. Pues bien, para los genios totalitarios que nos desgobiernan, la siesta es improductiva y sexista. La siesta es machista, reaccionaria y de derechas. Así la han calificado, y se proponen atajar ese error del pasado reduciendo a 45 minutos el tiempo de descanso laboral del mediodía. Dejan el tiempo justo para engullir, preferiblemente en el mismo lugar del trabajo, en soledad vergonzante, un perro caliente o un frío sandwich, aderezado con algún infame refresco de cola.
Ya han logrado regularizar a los chorizos de medio mundo, han equiparado la familia a los ayuntamientos gays y lésbicos. Ya no nos dejan fumar, y no quieren dejarnos beber. Pronto, es previsible que tampoco nos dejen comer, penalizando fiscalmente a los gordos (que generan mucho gasto a la Seguridad Social). Un paso más, y averiguarán que la lectura y la crítica provocan infelicidad en el ciudadano, entre otros inconvenientes de naturaleza política. Ese paso lo han dado ya los socios catalanes del desgobierno (Cataluña en la vanguardia como siempre). Recuérdese el CAC.
Entonces, es posible que un día, como ya anticipara Ray Bradbury, los bomberos encuentren una nueva función alternativa, organizando hermosas piras humeantes con los libros perniciosos. Y todos bailaremos y cantaremos alrededor de ellas con cívico entusiasmo: “¡por el talante, adelante!”.