Los cerdos
¿Qué comíamos en aquellos días de posguerra? ¿Solo tenemos lugar para el recuerdo de la leche en polvo y el queso americano que nos daban en las escuelas nacionales? ¿No es posible añadir el queso blanco frito, las patatas fritas, el pescado frito, la leche de cabra que nos llevaban a casa ? ¿Los hornazos o la mona? ¿Los garbanzos, las pipas y las chufas? ¿Los polos de Sirvent? ¿el caldo pescao? ¿los boniatos?, ¿el potaje?
Yo creo que siempre estábamos, a pesar de lo que se dice, con los derivados del cerdo o del cochino, también llamado marrano, en las comidas, incluidas las festivas. Llamábamos marraneras a los palacios en donde se asentaban los fornidos chatos y los morrudos animales que formaban parte de la familia y moraban no lejos del ámbito familiar. Si me marcho, con la memoria en la mano, a casa de mis abuelos, diviso al fondo el gran hotel en donde estaba instalados el marrano, personaje que, insaciable, siempre estaba demandando algo, gruñendo, lamentando no poder dar cuenta de su voraz apetito. Al final se comía lo suyo y todos los desechos familiares, las cortezas de las patatas, de la fruta, las lentejas que no servían para cocinarse y que eran apartadas, el salvado, los tomates, lo que se le echara, sin discriminación, entraba en su estómago agradecido. Allí, junto al pozo del abuelo Ramón, estaba el fiero animal, siempre a la expectativa de que le lleváramos pienso, corteza, lo que fuera, porque no han sido nunca animales señoritos, mucho menos exquisitos o aristocráticos. Sus mismos modales los denunciaban. Se rebozaban en el barro y en los excrementos sin ningún recato, siempre a sus anchas, sobre todo cuando habían criado las hembras y acogían en sus ubres a su amplia manada. Nos llamaba la atención la proliferación de conejitos ciegos que nacían de un parto, también la facundia de las cerdas al parir.
Había cerdo asimismo en el almacén de mi abuelo Máximo, casi siempre una pareja que gruñía de manera continua, molesta, desorganizada y permanente. Como un hombre en perpetuo malhumor, mascullando improperios e insultos. Siempre con el hocico bajo, olfateando el suelo, barriendo con los bigotes o con los pelos, con sonidos agudos y agresivos, a la espera de que cayéramos algún chaval de la tapia para devorarnos con avidez, tal era su gula y su furia. Nosotros nos subíamos a la tapia y berreábamos con ellos, imitando sus puercas maneras, incluso hubo primo que propuso soltarlos para torearlos en el patio de aquella fábrica con banderillas que nos habíamos fabricado. Pero la severidad del abuelo, hombre parco en palabra y duro en mirada, nos impuso la prudencia y nunca actuamos de novilleros, pese al deseo.
Nosotros no teníamos cochiqueras en Carlos III, en la casa de Alarcón- era casa de ciudad y no de campo- pero todos los años, al llegar San Martín, poco antes de Navidad, se presentaba el matarife y carnicero Luis López, con sus gafas y con su calma y su buena sombra, y era el encargado de desguazar la pieza que nos había correspondido en el reparto familiar. Recuerdo, desde la más dulce infancia, cómo se procedía a clavar el cuchillo en el cuello del animal, sus gritos agudos y desesperados, cómo corría la roja sangre que era recogido en un cántaro, cómo tras los gruñidos incisivos y agudos, llegaba la agonía. Cómo se le habían quemado previamente –el olor intenso permanece en ocasiones- los puntiagudos pelos de la víctima, cómo, con manos diligentes, iba descuartizando las partes del animal y cómo iba sacando la ristra de hígados, tripas que más tarde se convertían, por arte de magia, en las famosas morcillas con o sin cebolla. Estaba claro. La base de nuestro alimento estaba en esos animales gruñones y traviesos que vivían en las marraneras para ser engordados. Pero, aunque sea incisión, cabe señalar que no pocas veces lo pasamos bien con aquella mamá verraca que daba a luz a quince fierecillas que se amamantaban de sus ubres poderosas. El espectáculo era regocijante y tierno. Todos, con sus lametones, haciéndose hueco para trasportarse al cielo con la leche materna, buscando teta libre para apoderarse de ella.Toda la operación de la matanza se desarrollaba en la gran habitación destinada para que la hermana Pepi tuviera su enorme casa de juguete, en el lugar en donde mi hermano y yo nos estrenábamos tanto de delanteros como de porteros, en el sitio en donde guardaba tortugas, pollos de color y el campo de fútbol en donde Kubala le pasaba el balón a Menchón en las chapas de las gaseosas. Durante días éramos privados de aquella enorme habitación en donde transcurría gran parte de nuestra existencia. Y allí, junto al techo, iba colgando las longanizas, los salchichones y los jamones que salían de aquellas enormes moles grises, negras, jaboneadas, que, pese a haber expirado, dejaban su aliento profundo durante muchos días..
Yo recuerdo, de un viaje a un mercado de Barcelona en donde vendían carne de caballo, de burro y de asno, la profunda impresión que me hizo saber que los humanos comían esas porquerías. Estuve a punto de vomitar ante aquella sorprendente noticia, pero nunca ocultaré mi devoción por la magra (de los cerdos) con tomate frito, las vetas blancas de tocino que procedían del cerdo, los buenos filetes que salían de la veta apreciada del cerdo.