Refugios

Éramos hijos de la inmediata posguerra (…), habíamos nacido tras el tremendo fracaso, pero no teníamos plena conciencia de ello, ni siquiera cuando en una ocasión, en virtud de un enorme oleaje en la playa de Poniente, las olas, con su tremendo empuje, devolvieron a la orilla una pistola, bastante enrobinada, todavía con varias balas en su ruleta tan abierta como enrobinada. De la guerra nadie nos hablaba, las conversaciones, llegado el caso, se musitaban y acababan aludiendo a “cuando aquello”, a la continua miseria, a la hambruna, a los bombardeos de la aviación falangista o de los italianos, pequeñas informaciones que apenas elevaban la estatura ni se hacían mayores, como si todos quisieran espantar aquellas molestas moscas, siempre enojosas, hirientes, agresivas, molestas.
Pero la guerra había dejado testimonio de su paso, para nosotros, los niños, incluso con tono misterioso y oscuro. Águilas se nos aparecía como un inmenso queso gruyere, agujereado por todas partes y así, aunque nadie no los dijera, se aludía al gran refugio de la calle los Arcos, junto a la fuente que surtía de agua a la gente del barrio. Una forma de capilla con tejado gris de cemento y que se iba incrustando en las sombras de la montaña que la protegía. Las puertas estaban clausuradas y solo una vez pude traspasar el umbral, y de aquella ocasión solo recuerdo el sudor a humedad, a piel humana adherido al ambiente, y una especie de muro que debían ser de asiento a los que buscaban salvar el pellejo de aquélla escuadrilla de pilotos italianos que, desde Mallorca, se desplazaban a la población aguileña buscando la estación del ferrocarril, los talleres en donde se experimentaba, según cuentan las crónicas y los estudios, con artillería pesada.
Tampoco estuvo nunca visitable, cerrado con una verja y más y tarde con cadenas, el refugio de la calle de Jovellanos, bajo el barrio de pescadores, un túnel largo y profundo que podía servir para contener a los muchos habitantes de un barrio popular y populoso. Una boca bien guardada por barrotes de hierro y unos dientes en donde se podía detectar el miedo y el silencio interior. Pegabas los oídos a los barrotes y solo escuchabas el murmullo de las ratas, la raíz de los miedos si tenemos en cuenta que las madres más tarde nos amenazaban con el tío Saín, el del Saco, o con meternos dentro de aquellos agujeros interiores y profundos que se habían construido para proteger a una población que hubo de soportar tres ataques aéreos, con una veintena de bajas en una población que se mantuvo siempre en la retaguardia, fiel a la República hasta el último momento, un puerto del que salieron numerosos barcos en los días postreros a la rendición.
Y en el castillo había boquetes por todas partes, uno que daba casi al mismo faro en donde moraban los Acarreta. Este estaba abierto en muchas ocasiones y había sido ocupado por los bares cercanos que guardaban y amontonaban cajas de gaseosas y sifones. Nosotros habíamos pensado en alguna ocasión, acompañados por antorchas y lumbreras, explorar el interior de aquella boca que, tal como se adentraba en los primeros metros, se iba cerrando y obstruyendo de modo total. Un agujero en donde se trabajó con escaso acierto, posiblemente por miedo a que las bombas desmoronaran la parte superior del castillo y acabara por cegar la boca. Pero por la parte posterior del castillo, en las casas que daba a la playa de Poniente, también el castillo estaba convertido en un pequeño gruyere comido por los ratones. Muchas casas, como la de Pepe Soler o las de los Marines, tenían cuevas que habían sido excavadas, según dicen unos, como refugios, otros, con mala intención, como cueva en donde los viejos piratas acumulaban sus riquezas y las guardaban para tiempo posterior. Lo cierto es que el castillo puede en cualquier momento, de persistir en el empeño, venirse abajo.
Conocíamos el refugio de la Cuesta del Caño pero alguien se encargó bien pronto de cerrar sus ventanas, así que las huellas bélicas eran posible también localizarlas en los bajos de la Cuesta del Sol, un local poco profundo que siempre sirvió para los servicios de limpieza municipal. Allí, en donde podían acogerse unos pocos vecinos cuando afloraban los fascistas italianos en sus Junkers, ahora había baldes de agua, escobas para barrer los suelos de la Glorieta, cubos y otros utensilios de pacífico tráfico. No sabíamos mucho de la guerra, apenas nos contaban los padres a qué partido habían pertenecido, si habían combatido con los rebeldes o con los republicanos, si habían luchado en el frente, si habían matado, si habían mantenido el corazón partido, si había habido diferencias entre hermanos, pero estaban los refugios cerrados con sus bocas oscuras y macilentas, herméticos, para mantener el mito en vilo, el misterio en el alma de todos aquellos que nos preguntábamos que para qué servían aquellas extrañas y anómalas construcciones que fueron desapareciendo hasta casi no dejar huella.

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