El hornazo
Hay quien tiene la tentación de señalar que la infancia es una prisión en la que se vive encerrado, en una especie de burbuja de la que no se puede salir. Para mí, tengo la sensación, de que fue un tiempo al aire libre, a la intemperie, que apenas hubo vida interna, que todo trascurría en las calles, en las plazas, en las playas, en el Peñón de Roncaor, en el castillo de San Juan, en los anchurones de la Estación del Ferrocarril –cerca de donde vivían los Dólera-, en la balsa de las Molinetas –en donde aprendí con López Silvestre a nadar estilo mariposa- en el Placetón, en la Casica Verde, en el puerto, jugando al pillar entre los bloques o en el patio donde ponían huevos las gallinas de mi abuelo Ramón, en el Rubial. Una larga y continuada estancia al aire libre en el mayor sentido de la palabra.
Si hay quien se encierra por la lluvia o por el frío en el norte, aquí, en el sureste, nos abrimos tan pronto como aparece la luz del día, el radiante verano, el luminoso verano, el brillante otoño. Y cualquier excusa era buena para ir de merienda a la Casica Verde tan pronto llegaba la Pascua florida, el tiempo de los hornazos, ese mazo de masa con el huevo duro pegado encima por leve masa. Cosido a la levadura por un hilo de pasta que le impedía desprenderse.
Y las meriendas con el hornazo a cuestas siempre nos llevaban a tan célebre sitio durante tres días consecutivos o bien cambiábamos de emplazamiento según mandato del jefe de la tribu que nos acompañara. La pandilla, puesta de acuerdo, partía desde el mismo pueblo y atravesando las playas, la Colonia, el cuartel de la Guardia Civil, la zona de los hiladores de esparto como los Mori, que trabajaban para mi tío Fonfi, y la zona deshabitada, llegaba a esa casa aislada, propiedad de un lorquino, que siempre estaba cerrada.
El lugar no tenía encanto alguno ni reunía especialidades tonalidades –no había zonas recreativas, no había campo de fútbol, no había arena en la playa salvo una enorme cantidad de guijarros, no había fuente para abastecer nuestra sed, – pero allí estábamos día tras día, haciendo la excursión, con nuestros hornazos a la mano, con las cestas de algunas compañeras de pandilla reuniendo algunos pequeños útiles que nos podían servir para hacer más saludable una tarde que se pasaba con algún desplazamiento a la pequeña cueva de Matalentisco, ya junto al mar, una pequeña pero horadada peña que permitía adentrarse en ella por espacio de unos metros y que daba sensación de humedad y frescor envidiables.
Aunque la Casica Verde estaba cercana, se hacía una excursión digna que siempre realizábamos a pie, sin bicicletas ni medio alguno de locomoción. El encanto estaba en reunirse en algún punto del pueblo, sea en el Balneario o en el caserón de Acción Católica, y desde allí emprender la marcha cantando siempre canciones como aquella de:
“Ahora que vamos de marcha / Ahora que vamos de marcha / Vamos a contar mentiras, tralará/ Vamos a contar mentiras /Por el mar va la liebre/ Por el monte la sardina… tralará” .
Y con el tralará, tralará, con cierta sequedad en la garganta –alguien a lo sumo se llevaba una gaseosa para enjuagar con dulzura la garganta- dábamos paso al hornazo, delicada pieza de artesanía que no hacía sino incrementar la sequedad bucal, ya de por sí deteriorada por tanto himno. El rito del hornazo, base de la celebración, era de obligado cumplimiento tanto como jugar a la comba.
Si se cambiaba el trayecto y se elegía la ruta del Hornillo, entonces se prefería la Casa del Coronel, una casa rústica, situada en un montecillo de acceso a la playa del Hornillo, entonces sin 4 Plumas y con un enorme peñasco casi en el centro de aquella pequeña playa no muy usada por los aguileños..La vista desde el monte era espléndida, pero si una pelota rodaba desde lo alto, había que descender a los abismos para recuperarla.
Allí, en el portalón, jugábamos a la brisca y a las prendas y aguardábamos el momento de atacar con gana la masa blanda, no tanta a partir del segundo envite- del famoso hornazo, el bocado que andábamos esperando durante todo el año, tras haber pasado la Semana Santa, tras seguir de fiesta permanente en aquellos días en donde apenas nos retirábamos del pueblo, en donde cantábamos diciendo mentiras, desde donde se volvía cansado, con muchas ganas de beber lo que fuera, incluso agua fría de la nevera o del botijo, incluso agua caliente, tal era la necesidad que nos proporcionaba el famoso hornazo de la Pascua florida.