Sabiduría y Carnaval

“vivir, sufrir, morir: he aquí tres cosas que no enseñan nuestras universidades y que, sin embargo, encierran en sí toda la ciencia que el hombre necesita” (Auguez)
-”El signo más seguro de la sabiduría es el goce constante” (Montaigne. Ensayos)
-”La sabiduría de la vida es siempre m´s profunda y más vasta que la sabiduría de los hombres” (Máximo Gorki)

Ya llega el tiempo de la fiesta con mayúsculas. Una anticipada primavera, instalada en el corazón del invierno, es su heraldo. El clima parece así acompasarse a esa inminente inversión del orden que todo lo toca y trastoca durante unos pocos días. Puede que, en el corazón de la fiesta, arrecien súbitamente el frío y las lluvias. Eso también formaría parte de la tradición local de esta celebración. No habría de importar. Colectivamente arrastrados los participantes por un fervor genuinamente religioso, harán uso de todas sus energías y recursos latentes y, aunque literalmente caigan chuzos de punta, la fiesta con mayúsculas seguirá, inexorable, arrolladora, su curso hasta su fatal cumplimiento.

Pero, cabrá preguntarse: ¿qué sentido tiene este despliegue de energías, tan generoso como gratuito; ¿hasta qué punto compensa la considerable dosis de esfuerzo, gasto y aplicación invertidos a lo largo del año, acotando tiempo del quehacer diario, restando recursos de los necesarios para el cotidiano vivir, que serán íntegramente consumidos en un luminotécnico derroche de vitalidad y color, en unos intensos y breves juegos de artificio?.

Y es que una cosa parece evidente. Al Carnaval no se salen las cuentas. Considerado desde la óptica de la estricta contabilidad racional de medios aplicados y fines obtenidos, el Carnaval es cosa de locos.

Sin embargo, pocas fiestas hay que hayan arraigado tanto y tan hondo, y de modo tan universal, en el corazón de los hombres. Antes de decretar, con severa intransigencia, la universal estupidez del género humano, de la cual sería el Carnaval una contundente prueba añadida, conviene detenerse y abrir la mente.

Decía Pascal que el corazón tiene razones que la razón ignora. Las citas incluidas al inicio de esta mirada hablan todas, cada una a su manera, de la existencia de una sabiduría de la vida que trasciende las disciplinas y enseñanzas establecidas; una sabiduría allende los libros, que puede aprenderse de la propia experiencia pero no enseñarse con la formalidad de una asignatura de carrera universitaria. Una sabiduría que se transmite, en algunos caso, colectivamente, bajo la forma de una experiencia compartida de especial intensidad.

Una sabiduría que no excluye el cuerpo, el placer, los sentidos, sino que se sirve de ellos y encarna en ellos.

Creo que para empezar a entender algo del Carnaval hay que dejar de considerarlo como una mera fiesta, en el sentido moderno y profano del término, en el sentido en que llamamos fiestas a las orgías sabáticas de las grandes discotecas suburbanas o los multitudinarios botellones convocados vía Internet. El Carnaval, pese a episódicas semejanzas coyunturales, es la antítesis de todo eso. Esas, llamemosles fiestas, tienen en común la inmersión individual en la calor animal y reconfortante de la masa, la pérdida de la identidad en la compartida borrachería fraternal.

Pero, si bien se mira, el Carnaval es una fiesta fundamentalmente individualista. Participativa, desde luego, y en grado sumo, pero desde la perspectiva individualizada del disfraz, de la identidad alternativa y virtual personalmente escogida y significada por la máscara.

Dos mil años de cristianismo nos han familiarizado con una sabiduría del alma, y con la consideración del cuerpo como mero vehículo animal de pasiones e impulsos que deben ser sometidos. El Carnaval pertenece a una tradición mucho más antigua, que se ha concretado de muchas formas históricamente, antes y después del advenimiento de la civilización cristiana. Pongo por ejemplo las saturnales romanas o la fiesta de los locos medieval y los grandes carnavales europeos renacentistas o barrocos.

El Carnaval es la forma misma adoptada por una sabiduría del cuerpo. Un sabiduría que no ignora nuestra condición sentiente, corporal, instintiva, irracional, y que busca reconciliarnos con la parte-abrumadoramente mayoritaria- de nuestra naturaleza ignorada, negada y rechazada en el curso de la existencia ordinaria. El Carnaval es el paroxismo del desorden, o lo que es igual, de la compleja emergencia de una infinidad de órdenes aleatorios y contrapuestos, efímeros, que se suman, se enfrentan, intertactúan. Ese es el carácter proteico, multiforme, del hervidero de la vida primordial.
El Carnaval nos enseña -no teóricamente, sino vitalmente, participativamente- que el Orden (la vida cotidiana) se asienta sobre el desorden. Que “por debajo” de nuestra más o menos bien trazada existencia hay un mundo fantástico en ebullición, donde se agitan fuerzas y energías poderosas y oscuras, fuerzas que conectan con nosotros a pesar de nuestra voluntad, y nos poseen en furores místicos o destructivos sin poder nosotros impedirlo. Y que ante esos poderes de la sombra lo más cuerdo es efectuar un festivo y periódico descenso a los infiernos para salirles al encuentro.

Allí, enmascarados (uno de los simbolismos de la máscara es el de ponerle cara a quienes ya no la tienen, los muertos), nos enfrentamos y confrontamos con nuestras verdades ocultas: el andrógino -arquetipo que aflora en el recurrente travestismo sexual del Carnaval-, los seres feéricos -angélicos, lúbricos, monstruosos-, que encarnan y simbolizan las pulsiones equívocas de nuestro inconsciente. Que no son en sí ni buenas ni malas, y de cuya experiencia y conocimiento salimos fortalecidos, renovados y dispuestos a aceptar de nuevo dosis abusivas de ingentes de esa otra monstruosidad que llamamos “el reconfortante mundo de todos los días”.

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