La náusea
Este artículo debería haberse titulado “Ensayo sobre el nihilismo”. Así lo había previsto, pero las circunstancias mandan, y me llevan a dar un tratamiento más visceral a una cuestión concreta que no deja de tener una profunda relación con el tema que me había propuesto abordar. Al cabo, voy a tratar del nihilismo, pero de un modo más específico y concreto de lo que había supuesto.
La náusea es una desagradable sensación que nos acomete cuando nuestro organismo rechaza y trata violentamente de expulsar algo que nos ha caído mal; un alimento supuesto que hemos descubierto como veneno con esa interna sabiduría del cuerpo que reconoce mejor que nuestra atención consciente lo que le hace daño. Náusea es también la sensación que nos produce un veneno del alma, la contemplación de una realidad física, psíquica o espiritual repulsiva: una úlcera purulenta, un comportamiento abyecto, una pintura o una música que apelan a lo más bajo e innoble del registro posible de la expresión: la mierda, la muerte corrupta, la disonancia desesperada: Valdés Leal, Hans Hollein, el rock satánico.
Existe también una náusea filosófica. Tal es el título -La Náusea- de una de las obras emblemáticas del pensamiento del pasado siglo. En ella, Jean Paul Sartre retrata en forma novelada la trayectoria mental de un personaje que se va haciendo consciente de la nada y el sinsentido fundamentales que subyacen bajo la tranquilizadora apariencia de lo rutinario, de la habitual, de lo consabido. En un momento dado, ese absurdo, ese sinsentido, ese abismo sobrecogen como una revelación maléfica el alma del protagonista de la obra: es el vértigo de no encontrar suelo bajo los pies; es la náusea.
He querido comenzar esta “mirada” haciendo un recorrido por las diversas acepciones de la náusea con una intención precisa. No se trata de inquietar gratuitamente al lector -no tengo tan mala intención- si no de preparar su juicio crítico para que no se pierda ningún registro, ningún matiz.
Porque hay un acontecimiento concreto de nuestra actualidad que los recoge todos, con amplitud y generosidad.
El lector, cualquier lector posible, ya ha adivinado de qué se trata. Lo mencionaré de todos modos: Las concesiones otorgadas al señor de Juana Chaos, haciéndole pasar de su celda de prisión a una privilegiada habitación con vistas de un hospital donostiarra, donde, según un alto cargo sanitario del País Vasco, “será cuidado con gran atención y cariño”, antes de rematar su recuperación en su propia casa; un arresto domiciliario “en olor nacionalista de santidad”.
La excarcelación ha sido, según el presidente del Gobierno “un acto de responsabilidad y valentía, dictado por razones humanitarias”. Se trataba de evitar “una víctima más del terrorismo”: la supuesta muerte que le habría sobrevenido al terrorista de continuar con su huelga de hambre auto infligida para echarle un pulso al Gobierno.
Estos son los hechos escuetos y desnudos, los hechos evidentes que nadie se atrevería a refutar, sea cual sea su color político.
Pero, ¿son de verdad los hechos?
¿A qué le llamamos hecho?
Porque cualquier “hecho” sólo lo es en función de su interpretación y su significado. La realidad, cualquier realidad, incluso la realidad “objetiva” que estudia la ciencia es una interpretación. Hay interpretaciones certeras y las hay delirantes, demenciales.
Las interpretaciones de mero buen sentido que se imponen a estos hechos que acabo de mencionar son tan demoledoras que me eximen de buscar argumentaciones genéricas para tratar del nihilismo.
Nihilismo es esto, ni más ni menos. Nihilismo absoluto, llevado al límite, nihilismo en estado puro.
Nietzsche lo profetizó en su día: “Esto que les cuento es la historia de los próximos dos siglos. Describo lo que sucederá, lo que no podrá acontecer de manera diferente, el advenimiento del nihilismo” (Fragmentos Póstumos)
Y lo que sucede con una sociedad sin valores, lo que ocurre en un mundo nihilista, es que “no se puede vivir”. Pues bien, con el asunto “de Juana Chaos” -de Juana, Caos- es que hemos tocado fondo.
Y este será el dudoso mérito que les corresponderá, en el puesto que la Historia -mal que les pese- les tiene reservado a Zapatero y sus secuaces: el de haber procedido, con una irrepetible mezcla de oportunismo cínico, insidia, hipocresía, debilidad y malevolencia política y humana, por no hablar de las dosis masivas de estupidez pura que concurren, a haber puesto la guinda en la nauseabunda tarta del nihilismo con que nos estragan el estómago a todos los españoles de bien, sin distinción de origen, clase social o filiación política; a todos los que, antes que considerarnos de derechas, de centro, de izquierdas, o de nada de eso, nos consideramos personas y aspiramos a no renunciar a serlo.
El terrorismo no me ha golpeado directamente, a Dios gracias. Pero eso no quiere decir que no me concierna, que no sea capaz de sentir en mi alma, siquiera sea por un imaginativo deber cívico de empatía humana, el inmenso dolor que gravita sobre veinticinco familias rotas, la angustia terrible del trance de muerte infligido a veinticinco personas a las que un asesino les robó todo lo que tenían, todo lo que eran, todo lo que podrían llegar a haber sido.
De Juana, Caos, ha llevado a la tumba, sin la menor contrición, sin el menor arrepentimiento, rememorando su hazaña entre risas y celebraciones, a veinticinco personas, y ha dejado un número indeterminado de muertos en vida, de almas heridas de muerte para siempre.
Es un malvado. Ahora, otros aún más malvados que él, de tan mala entraña pero de mayor cobardía, con una máscara añadida de humanitarismo con la que lavan públicamente sus conciencias, han vuelto a repartir muerte equitativamente a vivos y muertos.
Estamos en la náusea…