De botellones, algaradas y otras liturgias
Ya lo dicen los amantes del refranero: “la primavera la sangre altera”. La naturaleza se va sacudiendo los sopores invernarles, se mueve nueva savia que alimentará los tiernos renuevos de los troncos más añosos; el manto de la vida nueva va aflorando, tímidamente y luego con fuerza creciente, sobre la costra vieja de la vida parada durante ese tiempo de espera y germinación que es el invierno.
Vemos nuestros campos estallando en colores, nuestros almendros y frutales vestidos con albas o rosadas túnicas que los convierten en llamaradas frescas de un fuego de vida que no quema pero conforta en alma. Nadie podrá olvidar el flamear de gloria de los cerezos del Valle del Jerte, si llegó alguna vez a verlo con los ojos del espíritu abiertos.
La primavera es un tiempo de renovación vital y psicológica, donde se recrea el pacto de los sentidos con el mundo, y vuelven a soplar vientos para henchir las velas de la vida y seguir navegando.
A veces, cuando la sangre es joven y vital, propicia a hervir en las pasiones, es un tiempo propicio para excesos y violencias.
En esta ocasión, la sangre alterada y en ebullición ha corrido también por las venas inorgánicas y enmarañadas de internet. Nuestros jóvenes se han convocado a si mismos para su particular celebración equinoccial.
Por desgracia, la convocatoria no ha sido para salir al encuentro de esa naturaleza renovada, con una nueva sensualidad despierta a flor de piel. No ha sido una convocatoria para celebrar a Dionisos en las umbrías y claros recoletos de los bosques míticos, de los que ¡ay! no nos quedará pronto ni el recuerdo. (Al paso que vamos, y con nuevos incendios forestales ya declarados en lo que va de año, nuestros jóvenes tendrán que ir un día no lejano a pasear por el parque del Retiro madrileño para sentir algo remotamente parecido a estar en un bosque. Pero ahora dejemos esto).
Decía que no se han convocado a si mismos para nada inspirado en las ofrendas a los elementales en las frondas; ni en las meriendas campestres que, de Giorgione o Tiziano a Manet, pasando por Poussin o Claudio de Lorena, nos ha regalado la pintura más feliz de occidente, cantando jubilosa al exceso, al vino, a la lujuria, a la embriaguez de los sentidos al compás de la flauta de Pan cabalgando en la música del viento entre los árboles.
No, nada de eso. Nuestros jóvenes han puesto al día sus fiestas dionisiacas, convocados para lo que se supone que ha de colmar sus aspiraciones en cuanto a goce vital y despliegues libérrimos de la sensualidad más desenfrenada.
El resultado de este atractivo programa es la invitación multitudinaria al “botellón” en los desangelados espacios urbanos designados para ello. Nunca se vieran medios más sofisticados, ni mayor poder de convocatoria, ni respuesta colectiva tan masiva y pronta, para objetivos tan pobres.
Al menos algo bueno sale de este experimento tan logrado por una parte como fallido por la otra; y es lo que el suceso tiene de aviso, que los poderes políticos harán muy bien en recoger y no dejar caer en el olvido . ¡Oído al parche!. Y más con el ejemplo de la movida estudiantil que tiene en jaque a nuestro vecino del norte, con un renuevo del Mayo del 68 más desencantado, menos imaginativo, pero igual de desestabilizador y virulento.
Lo que es hoy secundada y masiva convocatoria al “botellón”, será mañana, no lo dudemos, invitación al desorden, a la desobediencia civil (e incivil) o a la mera destrucción gratuita.
Y, por más que quieran, los poderes públicos no podrán impedirlo, ya que los nuevos recursos electrónicos e informáticos dotan a la sociedad de un “agora” virtual; un espacio de comunicación incontrolable, que ellos no tienen hoy por hoy medio de aislar y acordonar.
Sin embargo, en cuanto a la materialidad de lo acontecido en las diversas plazas y espacios que han servido de escenario a las concentraciones: ¡Qué decepción!.
¿Cuál era el programa que reunía allí a tantos miles de jóvenes?.
Pues la mera coexistencia momentánea en un espacio tomado masivamente; coexistencia sin comunión, confortados con el mero estar unos en presencia de otros, y la celebración de un pobre y desordenado ritual ruido y bebida a granel, con ocasionales encuentros, contactos tan esporádicos com triviales, chispazos frecuentes de violencia, enfrentamientos eventuales con los antidisturbios (probablemente la parte más excitante de la movida) y – también esto último importate por la manifiesta y obsesiva busca de signos de identidad en la cutrez más impúdicamente exhibida, que caracteriza frecuentemente a los jóvenes- y también, repito, la generación de cantidades ingentes de basura, que ha dejado a los escenarios de las macrofiestas convertidos en paisajes después de la batalla. Toneladas de basura, que han requerido de palas excavadoras para ser acumuladas y recogidas.
¡Que bien, cuanto jolgorio, cuanta diversión!.
Me parece trágica la incapacidad de la actual juventud para divertirse. Trágica y peligrosa. El tedio vital, sumado al nihilismo, la violencia, la falta de expectativas y, sobre todo, la falta de imaginación, sin olvidar unas carencias formativas desoladoras, pueden convertir a estas caóticas congregaciones en antecedentes de otras más ordenadas, con “botellón” no alcohólico sino ideológico y mesiánico, el brazo -o el puño- en alto; o bien en algo parecido a la concentración de los lemures, previa a su carrera colectiva y fatal hacia los acantilados por los que habrán de despeñarse.