La frágil caña

El recuerdo de la infancia se endulza a la larga y puede convertir en dorado lo que fue negro, sepia o desvaído. O hacer de la dura tragedia un drama desteñido o una pobre comedia. Y algo de eso permanece en la historia de Amelia, la madre de P.C, la mujer más pequeña de aquellos tiempos en donde abundaban tallas reducidas por la mala alimentación, por la escasez de los productos, por la precariedad de la peseta y de los dos reales, por la ruina que cercaba a muchas familias de un país que apenas unos años antes había abandonado las armas. Había cuerpos pequeños, mínimos, reducidos a la mínima expresión pero probablemente ninguno tan escuálido y alambrado como el Amelia, la madre del P.C.
La figura del pensionista no era tan usual como ahora pues había mucha gente al margen de la paga del Estado (lo que más se ansiaba), de la jubilación (La Seguridad Social era una entelequia) o trabajo (que se encontraba en las zonas industriales de Barcelona o Madrid). Amelia era pequeñita y frágil, pero tenía fuerzas para soportar sus gafas de alambre, sus cristales y sobre todo su triste destino de viuda de larga distancia, una familia de bien venida a menos, a casi nada, a la ruina más completa y apenas subsistía gracias a las ayudas familiares. Había muchos cuerpos frágiles, con vestidos oscuros, principalmente negros, que deambulaban de casa en casa en aquellos tiempos solicitando en las puertas de las casas «una ayudica por el amor de Dios», «un poco de leche o de pan», un mucho de compasión entre sus paisanos, unas veces con cautela y discreción, otras veces con persistencia y orgullo. Sombras oscuras que recorrían el pueblo, como Amelia, buscando auxilio y socorro en las casas de los parientes o en algunas de los pocos señoritos que disponían de posibles en aquella época de escuetas haciendas. Como en las novelas de Galdós, había muchos cesantes que se quitaban el hambre a bastonazos, muchas gentes que se desvivían por llevar a sus casas algo, aunque fuera leve, de comer. Y existía, hay que anotarlo, un principio de solidaridad que ahora se anda recuperando tras haber pasado la era de las vacas gordas. Pero entonces se confiaba mucho en el hervor de la familia, en el potaje de los vecinos, en la ayuda del familiar, de quien pudiera ser.
Pero Amelia, que acudía a casa de parientes para que la socorrieran y para que pudiera comer su hijo unas patatas o un huevo frito, contaba con una selecta y amplia galería de pausados gatos en su casa-almacén de la calle Aranda en donde vivía, en una casa en la que nada más entrar te topabas con el recibidor, con la mesa que hacía de comedor, recepción y salón de estar, separado únicamente del dormitorio de su hijo por una simple sábana, tal era su raquítico ajuar en aquellos días en los que el mencionado, maestro sin oposición, estaba a la espera de un destino que no llegaba, no sé si porque no se preocupaba por preparar los temas de la oposición o por si estaba engaleado en propuestas deportivas como actuar de árbitro de fútbol en la división regional. El trabajo, como hoy, no abundaba en aquellas calendas de apretada economía.
El que se sabía el reglamento de pe a pa, nunca nos instruía a sus lejanos parientes en las cuestiones académicas que dejaba para mejor ocasión y así fueron pasando los años sin que tuviéramos constancia de que había obtenido la ansiada plaza que le dejara sueldo pequeño, pero seguro. Y dejaba a Amelia, su madre, con gafas de alambre y vista escasa, que se acercara a la casa de unos familiares a pedirle una pizca de manteca, un huevo frito para la comida de su hijo que al final, y en contra de su voluntad, obtuvo un humilde oficio de empleado de contable o encargado en una fábrica de esparto de la localidad sin que en ningún momento pasara por su cabeza la idea de desposarse con dama o mujer, ya que sus recursos menguados no le permitían, como a tantos otros, llegar ni siquiera a principios de mes. Mucho menos para alimentar a su presunta descendencia. Amelia, pequeñita, nimia, leve y frágil como una cañita, tenía un corazón de oro y repartía su miseria, su sonrisa y las gachas de pan con la de aquellos gatos que merodeaban por su puerta y a los que cuidaba con el mismo celo ardiente que ponía para sacar adelante a su tranquilo y pacífico hijo, más preocupado por los problemas que le podían traer arbitrar un equipo entre enemigos rivales que de atender las llamadas de su estómago. Y como este no trabajaba mucho, se pasaba gran parte de su tiempo tumbado en la cama, en los intestinos de la casa, supongo que para combatir las estrecheces de la vida. Con buena cara al mal tiempo, con la esperanza, siempre cierta, de que algo traería su leve madre, un simple alambre, alguien que ocupaba poco sitio en el espacio del mundo. Y aquí traigo un pequeño cuadro en blanco y negro de aquel tiempo lejano.

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