El tiempo

Tal vez la verdad se escriba con mentiras o, en un equívoco, la mentira no sea más que una verdad equivocada, tabú de la mitología.

Tal vez no exista el tiempo; sin embargo, qué fácil es adelantar varias horas todos mis relojes, arrancar un puñado de hojas al calendario, hacer una alfombra de pelusas sobre el parqué y colgar una araña-eso sí, de plástico y de los chinos- en cada una de las esquinas del pasillo.

Miro el reloj, no sé qué hora es… me importa acaso? Decido seguir con mi tarea y me apresuro hasta la cocina a amontonar los platos en el fregadero, y pronto se me ocurre una idea: dejaré la nevera abierta durante toda la tarde para adelantar las fechas de caducidad.

No cabe duda, he conseguido un convincente olor a cerrado.

Y hete aquí, que decido fumar, agarro un par de cartones de Camel y, casi sin tragarme el humo, doy buena cuenta de ellos. Ya están llenos los ceniceros y sólo tengo que mezclarlos entre una montaña de cascos de cerveza.

Vuelvo a mirar mi reloj. Apenas se han movido las manecillas. Voy al baño y rebusco en el multicapa neceser de maquillaje de mi hermana. Ya lo tengo: disimularé una sombra de barba y pintaré de blanco mis sienes.

Pero el tiempo no quiere, o quizás no se decida, a marcar el ritmo de la mentira que estoy inventando. Las manecillas se obstinan en devastar la ilusión de la verdad que se esconde tras el humo de los cigarros, las fechas de caducidad de los envases de mi frigorífico y el maquillaje del neceser multicapas de mi hermana. Tendré que volver a retrasarlo todo hasta dar con el orden preciso que el santoral me sigue negando y que me condena a insistir en la fecha exacta de mi cumpleaños feliz. Un asco. Pero que se repite irremediablemente.

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