Retablo de la avaricia
“Al pobre le faltan muchas cosas, al avaro todas”
(Publio Siro. Sentencias).
“La bebida sacia la sed, el alimento apaga el deseo de nutrirse, pero la plata y el oro no satisfacen nunca la avaricia”
(Plutarco. De la avaricia).
La palabra avaricia no está de moda. Se la ve pocas veces escrita en artículos de opinión y comentarios, o en boca de las gentes. Parece que tiene un tufillo como de sacristía poco ventilada, de rancio catecismo impuesto a golpe de doble decímetro en las falanges por curas ensotándoos, casposos y de armas tomar. La palabra tiene un regusto antañón y vergonzante.
Hoy preferimos hablar de ambición y espíritu promocional, que son dos cosas muy actuales y bien vistas. Ya se sabe: el ejecutivo que no cambia de coche cada dos años, tirando siempre por elevación de la gama; el que no se hace construir una mansión para “epatar al burgués”, con una arquitectura ostentosa y vociferante, que proclame a los cuatro vientos, no el buen gusto y la mesura de su promotor, sino el caudal avasallador de su prosperidad; ese no consolidará socialmente su marchamo de triunfador, y perderá con ello consideración y respeto. perderá algo esencial: crédito.
Forma parte del A B C credencial de cualquier empresa o banco que se precie, sean estos grandes o pequeños, que no crecer constantemente, no hacer constantemente más negocio, no extender de continuo su ámbito de actividad equivalen directamente a decaer, a fracasar, y de ahí a la desaparición o a la absorción solo hay un paso.
Sin embargo, no está de más recuperar la palabra que abre este comentario. Porque esa palabra es nuestra verdad desnuda, a nivel colectivo, a nivel individual.
Hemos sido testigos estos días de la caída espectacular de un reino de taifas de corrupción urbanística: Marbella. Mar- bella, que debiera hoy decirse Mar-fea. Nos hemos asomado un poco a la tramoya, al tinglado esperpéntico que se oculta tras las exuberantes y suntuosas fachadas de las hileras de palacetes y mansiones; tras los oros y estucos venecianos de la “Milla de oro”. Y hemos podido constatar que tras ese aluvión de glamour apócrifo había una gama completa de fealdades.
El crecimiento desaforado no era más que avaricia y afán de lucro.
Una estirpe de alcaldes sin escrúpulos, con un séquito de funcionarios corruptos y políticos oportunistas, incluida alguna “heroica” voz denunciadora de antaño que se buscó también su rinconcito al sol de la canonjía.
A la cabeza, el pontífice máximo en el más redondo negocio de los tiempos: el asesor urbanístico. Se le ha computado a bote pronto a este personaje un patrimonio próximo a los tres mil millones (¡de euros, que duda cabe!).
Con él se hacen palpables todas las características que se le atribuyen a la avaricia: insaciabilidad, más allá de la satisfacción de cualquier necesidad imaginable, y su corolario obligado: insatisfacción perpetua.
El del Ayuntamiento marbellí es un caso límite, en el que un Ayuntamiento en bloque acapara para el lucro privado de sus componentes la casi totalidad de los recursos públicos, dejando escasas migajas para invertir en beneficio de la comunidad. ¡En Marbella, el Ayuntamiento no pagaba a nadie y hacía cosas como asignar en presupuesto una fregona al mes para todo un colegio público!
Pero que no nos sirva ese espejo de avaricia que es Marbella de chivo expiatorio para tranquilizar conciencias, sino de reflejo de los vicios propios, y su desenlace de antecedente y ejemplo. ¡Hay muchas barbas que poner a remojo viendo pelar las del vecino marbellí! (con perdón de la señora alcaldesa, que me figuro imberbe).
Volvamos, prudentemente, a consideraciones genéricas.
En este ámbito constatamos que la avaricia adquiere el rango de norma y fundamento en la “praxis” social. La avaricia rige las relaciones reglamentadas del Estado con los ciudadanos. El Estado ofrece el más completo y perfecto modelo de práctica avarienta que conozco. Avaricia y codicia dominan en el sistema fiscal que nos abruma. Usura se le habría llamado siempre a la norma asumida de penalizar con un 20% de recargo cualquier declaración de impuestos que se retrase en su presentación ¡un solo día!.
No nos extrañemos si los ciudadanos hacen suyos esos comportamientos deplorables que son la norma en quienes tienen la obligación moral y material de dar ejemplo.
En los bancos, en los seguros, la avaricia y la usura son de ley.
Algo me toca decir a este respecto de lo que constituye mi ámbito profesional directo: la arquitectura y el urbanismo.
El urbanismo tiene en teoría la misión de regular el desarrollo físico de la actividad humana, ordenando, jerarquizando y articulando el espacio existencial humano, con el máximo respeto hacia todos los valores históricos, culturales y tradicionales que en él perduran, y que son el legado colectivo de la sociedad de ayer a la de hoy y a la de mañana.
Esto es en teoría. El urbanismo que se hace en la práctica – en Marbella tanto como aquí mismo- es literalmente la cuantificación de la avaricia; un inmisericorde chalaneo, un toma y daca de rendimientos económicos entre los abogados de los promotores y la administración. Una vez acordados los términos de la transacción, el urbanismo arrasa por decreto, llevándose por delante hasta la topografía del territorio. Algo cataclísmico.
En cuanto a la arquitectura que se perpetra usualmente, sigamos tan solo que es el simple resultado, el precipitado directo de un único principio: de que forma dar lo mínimo social y legalmente aceptable, obteniendo como contrapartida el rendimiento económico máximo compatible con las condiciones del mercado.
Pura avaricia, en suma.