Mirando lejos

Es bueno despegar los ojos de lo inmediato, de la deprimente cotidianeidad donde el protagonismo se le otorga tan a menudo a la cerrazón, la desidia, la malignidad y la avaricia. Para la salud de cuerpos y almas es indispensable. Tal es el sentido más noble que podemos darle a unas vacaciones, cuando nos permitimos relegar provisionalmente nuestras urgencias y emergencias a un segundo término, y disponemos, quizás, del tiempo y el desahogo mental necesarios para fijar una atención no estrictamente utilitaria en otras realidades, en las que habitualmente no reparamos, por ajenas a las cuestiones y motivaciones del día a día.

Invito al lector a una incursión por derroteros ajenos a la actualidad (a lo que la conjura mediática que nos envuelve, contamina y asfixia denomina actualidad), aprovechando la buena disposición de ánimo que le supongo en este breve periodo vacacional. Hoy me voy a eximir de glosar las crispadas dialécticas concernientes a la innovadora práctica política de la patada en las partes nobles del adversario, seguida de su descalificación, condena y persecución judicial como complemento de tan contundente mensaje, tal como la ha consagrado últimamente el gobierno vasco. Tampoco me propongo terciar en los acalorados debates sobre el precio del café con leche.

Hay una pregunta que, en cambio, no me resisto a hacerle. ¿Se cuestiona, amigo lector, la naturaleza de lo que se llama comúnmente mundo, realidad en su sentido más físico e inmediato?

Le pregunto, amigo lector, por la naturaleza, la consistencia misma de lo que siempre se da por visto y conocido: la butaca en que reposa, la mesa sobre la que descansa este periódico que ahora lee, el suelo que le sustenta, los azules infinitos que disparan su mirada más allá del horizonte, cuando se queda ensimismado entre el mar y el cielo. Esta pregunta no es ociosa. Esta en el origen de la filosofía, en la raíz de la Ciencia.
Descartes, uno de los dos orígenes conceptuales (el otro sería Galileo) del moderno pensamiento científico, ese que alcanzará después con Newton su madurez primera, inicia su discurso con una nítida distinción entre el sujeto conocedor y el objeto conocido, entre la mirada y lo mirado, entre la consciencia -res cogitans- y el mundo -res extensa-. La ciencia tomará como postulado básico la realidad incuestionable e independiente del observador de esa “res estensa” que puede ser conocida por el creador del conocimiento, el sujeto que la observa.

Entre estos dos términos nítidamente diferenciados de sujeto y objeto se levantará el monumental edificio del conocimiento científico .

Surge entonces el divorcio esencial entre dos formas de cultura, antagónicas, aparentemente irreconciliables. Dos modos de conocer la realidad que se excluirán mutuamente durante siglos. El modo “objetivo”, “científico” o “racional” del conocimiento, y su dimensión o vertiente “subjetiva”, “mítica”, “literaria”, “religiosa” o “poética”. Este divorcio entre el mundo de los hechos objetivos y el mundo de la apreciaciones o valores es una novedad histórica, algo sin precedentes de tanta radicalidad en el mundo antiguo o medieval, o en las culturas no occidentales.
La Antigüedad no produce científicos sino sabios. Pitágoras hace una eficaz matemática -el descubrimiento del número irracional, por ejemplo- entreverada de intuiciones místicas, y se expresará poéticamente en sus “Versos de Oro”. Lucrecio expondrá sombríamente una visión atomista y materialista del mundo en un largo poema titulado “De la Naturaleza de las Cosas”.

Estos comportamientos serán inaceptables para un moderno. Newton, que es también, heredero y tributario de formas mágico -simbólicas- de conocimiento, y que invertirá más tiempo y esfuerzo en descifrar códigos y claves ocultas en la Biblia, o en estudiar la Alquimia, que en desarrollar la teoría de la Gravitación Universal, se mostrará totalmente objetivo y racional en sus “Principia”, por los que se le conoce universalmente.

Esa escisión, esa fractura esquizofrénica del mundo en un mundo de cualidades medibles y calculables y un mundo totalmente diferente de valores y sentimientos que ni se miden ni se pesan, ha sido la fuente de nuestra inigualable eficacia para dominar materialmente el mundo y someterlo por una parte, y para devaluar y degradar como nunca antes el ámbito de la vida humana y la naturaleza misma, por la otra. El “Sueño de la Razón” que produce monstruos no es la ausencia de la razón, sino la razón actuando libre en un universo de cualidades objetivas vaciado definitivamente del valor y el sentido.

El “Sueño de la Razón” produce Hiroshima, o los campos de exterminio, o las limpiezas étnicas. El apogeo de ese “Sueño de la Razón” es el mundo técnico que conocemos, donde la sociedad esta regida exclusivamente por la concepción objetiva de lo real, y la dimensión subjetiva es algo estrictamente personal y privado, sin peso ninguno a la hora de tomar decisiones colectivas. Es lo que verdaderamente puede calificarse como “un mundo sin corazón”.

Pero ese mundo se sustenta en una concepción de la realidad anticuada. Hoy la ciencia transmite un mensaje radicalmente opuesto. Ese universo de cualidades objetivas, en última instancia no existe. La Teoría Cuántica, la más rigurosa y eficaz de la historia de la Ciencia, la mejor verificada experimentalmente, afirma que hay que reintegrar al observador y a lo observado, al sujeto conocedor y al objeto del conocimiento en un todo indisoluble.

La realidad no es independiente de la observación. Se concreta como tal, en su misma esencia, en el acto mismo de la observación. La mirada que dirijo al mundo crea el mundo que me voy a encontrar. Literalmente. La ciencia avanzada nos autoriza hoy a inyectar los valores, los mitos, la poesía en el mundo.

El mundo es energía más información; es pensamiento. El universo es un pensamiento, no una maquina.

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