La Gran Tahona
Siempre se ha dicho que el pan es bendito, que calma las hambres y mengua la rabia. Y se ha considerado que ha sido el pan el mejor alimento para aplacar la furia de los hombres, sobre todo cuando salían de una guerra civil y se lo habían, en aquellos años de penumbra, comido con algarrobas, con pescado, con aceite, a veces o muchas veces sin harina. Y se hablaba, nada llegar nosotros a la tierra, sobre los cincuenta, del pan negro, del pan tostado, del pan que escaseaba, del que no se fabricaba en los hornos porque se carecía de materias primas, y se nos cruzaban en las conversaciones, aun siendo niños, que si el trigo de Argentina, que si el estraperlo -antes bien economía de supervivencia, tal como se la llama en las universidades- de los maquinistas de la Renfe que cambiaban huevos por panes redondos, brevas por panes cuadrados, tabaco por panes oblicuos. El pan, en mis primeros albores, era pieza básica y deseada, producto añorado por los mayores que hablaban y no acababan de sus maravillas, de la bondad de la miga, de lo positivo de las puntas, de todo lo relacionado con tan suculento manjar, incluso con regarlo con un poquito de aceite y unos granos de sal, de untarlo con sobrasada, de morderlo con una onza de chocolate. Un paraíso que aparecía en aquellos años tras haber andado por las tinieblas de la escasez. Nuestros padres sentían unción por ese chusco que había faltado en la dura guerra, devoción por el que se cocía en los hornos caseros, por aquel de miga esponjosa y blanda pues no pocas veces se lo habían comido duro como la corteza, compacto como el cemento. Nosotros no le teníamos en tanta reverencia pero nos comprometimos en su consumo.
Y el pan apareció pronto en nuestras vidas y formó parte de la dieta diaria. Y se abrieron panaderías, obradores y hornos por casi todo el pueblo y sobre todo la Gran Tahona, al lado de la Plaza de Abastos, meca de dicho producto, allí donde recalábamos todos los días para abastecernos de una barra, que podían ser dos o tres, porque era material que no podía faltar para ayudarse en la comida, para montar los bocadillos, para la cena, para tomarlo con la carne membrillo o la sobrasada, para meterlo en una bolsa a fin de alejarlo de las hacendosas y persistentes hormigas que lo buscaban con más afán que los hambrientos.
Y hubo pan en la Cuesta del Caño, y también en la calle Jovellanos, y bien cerca del Hospital, y en el Carmen, y nació una profesión -la de panadero- que, como las de los antiguos periodistas, se ejercía en las noches y madrugadas, y teníamos nosotros bien cerca a Luis, el marido de Mercedes Alarcón, que apenas lo veíamos porque se marchaba por las tardes noches y dormía durante la mañana, así que apenas coincidíamos con su persona. Y lo mismo sucedía con Luisito, su hijo, el hermano de Salvador y Maruqui, quien, durante muchos años heredó profesión entonces ingrata.
Y si la Gran Tahona, en virtud de la cercanía a la vivienda, fue nuestra Meca, sería la panadería del Perula, al pie del castillo, adonde acudiríamos para efectuar la compra de aquellos panes redondos que eran preferidos de nuestra madre -que eran las encargadas de organizar la casa- aunque sin duda de ninguna clase yo me hubiese decantado siempre por adquirir aquellos panecillos que llamábamos Vienas, esos aristocráticos panes, a veces con sus cintitas y sus arrugas, que hacían las delicias de nuestras finas gargantas. No sé si la Viena fue invento aguileño o ajeno, si nació en Madrid o en Austria, pero sí ahora, a la mucha distancia, recuerdo con admiración su piel blanca, tostadica en alguna ocasión, su miga limpia y fina, sus dos o tres pliegues, esos pequeños adornos que le daban un aire aristocrático, propio de príncipe o de jovencísimas Sissi. Tomarlo caliente, recién salido del horno era mejor que la trufa, acomodar en su interior un poco de embutido, era como trasladarnos al mejor restaurante actual, sentir la hogaza, entrar en el paraíso.