666 y el número de los bestias
El día es luminoso, placido. El verano ya señorea incontenible, en calurosas ondas de energía que sacuden a las sociedades de esta península cuya parte mayor se llamó por muy largo tiempo, no sé si venturoso o infeliz, España. Las playas invitan, con sus aguas aún cristalinas y frescas, aún no enturbiadas, al baño reparador, en esa gran fuente de la eterna juventud que nos sigue regalando sus dones pese a la profanación cotidiana: el Mediterráneo. ¿Será propicio el día de hoy para descubrir el Mediterráneo?.
Porque hoy es un día especial, por el que ya habrás transitado, amigo lector, cuando leas esta mirada. Me llevas ventaja. No sé como acabará esta especial jornada, pero presumo que todos la habremos de concluir con relativo bien. Para ti, lector, ya será pasado. Doy por sentado que el mundo seguirá rodando.
Aunque, por detrás de la luz, más allá del calor anunciado del final de la primavera, hay un telón de oscuridad que se yergue ante mis ojos, y que convierte la perspectiva placentera que he descrito en un decorado tan tranquilizador como ficticio.
Ese telón me anuncia que, en verdad, “estamos en la noche”, como proclamó en diagnóstico final de nuestro mundo el último Ortega y Gasset. Es en primer lugar una noche numerológica.
El seis del seis del seis es el día infausto por excelencia, el día de la noche eterna que anuncian las Escrituras de nuestra tradición Evangélica; el día anticipador de ese otro día final en que se desatarán las tempestades postreras del acero, el fuego y el azufre.
La magia de los números ha calado hondo en nuestra sociedad, y no solo en sus niveles más crédulos y apartados de la ciencia y la cultura. Especialmente el Número de la Bestia, que es, según San Juan Evangelista, “número de hombre”, para el arcano entendimiento de quien haya de entender y entienda.
Todos tenemos en nuestra agenda algún número de móvil con el prefijo 666. Acaso el lector no sepa que la famosa Pirámide del Louvre, puesta de moda por las fantasías iniciáticas del Código da Vinci (una monumental tomadura de pelo, situada en la estela sulfurosa del 666, dicho sea de paso); la Pirámide del Louvre, digo, es una estructura metálica que sostiene 666 cristales exactamente, cuya agrupación constituye los planos de la Pirámide.
Tampoco es del dominio público que el vigente código universal de barras incluye desde su aprobación en la ONU en 1.972 unas barras llamadas guardianas que introducen -escrito en numeración binaria- el fatídico 666, en la identificación de cualquier producto o transacción comercial. Nadie sabe por qué razón se introdujeron tres grupos de barras (controladores de código) ni por qué se ha escogido para ellos el número 6.
Lo cierto es que en el día en que se escribe esta mirada, ha habido gentes que esperaban el fin del mundo, otras el nacimiento del Anticristo, otras han velado toda la noche y orado todo el día por la salvación del mundo; hay mujeres embarazadas que han adelantado el parto, para evitar esa fatal coincidencia en la fecha de nacimiento de sus vástagos, y muchos charlatanes, mercachifles de saldos varios del mercadillo de lo sobrenatural, así como algunos cineastas, han hecho hoy su agosto, aunque estemos en junio.
Todas estas confusiones, y otras mil que podría añadir, si tuviese espacio y ganas, derivan de un mismo exceso. Un exceso de literalidad interpretativa, y, en consonancia con él una grave carencia imaginativa.
El 666 es un símbolo, que tiene sentido únicamente dentro de la tradición exegético- numerológica judeocristiana. No tiene en si ninguna realidad.
En cambio lo que simboliza tiene hoy más realidad que nunca. La oscuridad es real, ese manto de noche que nos amenaza es real. Para ver hasta que punto lo es, nuestro primer paso obligado debería ser identificar a la Bestia, que hoy no es Nerón, ni el Imperio, ni siquiera Stalin o Hitler. Hay un hecho que la realidad impone con la contundencia de un mazazo. Hoy, la forma más específica, más directa y brutal de presentarse el mal se denomina terrorismo. A fecha de hoy, el seis del seis del seis, el terrorismo es el Mal. El terrorismo en todas sus formas, en todas sus vertientes, con sus cohortes negras de apologistas, justificadores y propagandistas, con los sucios compañeros de viaje que sacan tajada, los pragmáticos, los turbios que negocian con él y los necios miserables que aplauden esa política.
En este sentido, hay que decir que a raíz de esa explosión de mal en estado puro que fue el oscurísimo 11 M, un mal que incluye no solo a los ejecutores materiales y a los instigadores conocidos y desconocidos del golpe, sino a los que crearon las condiciones de conveniencia política para que tal horror ocurriese, a los que lo capitalizaron políticamente, a los que manipularon desvergonzadamente a las masas impresionadas en la irónica mente llamada jornada de reflexión; decía que a raíz de aquello, que muchos no dudan ya en calificar de conjura tenebrosa y sanguinaria, la sombra ha crecido entre nosotros. Ahora la realidad proyecta sobre el suelo hispano perfiles deformes y atormentados, como las sombras del crepúsculo. El mal se ha extendido, ha crecido entre nosotros.
Yo quiero que este día convencionalmente oscuro sea pretexto, y a tal fin sirve este ensayo, para un examen de conciencia, por somero que sea del mal real que nos infecta, del mal real que nos va minando día a día como sociedad, como comunidad, como ciudadanos que aspiran a no dejar de ser personas.
Porque el mal ha crecido entre nosotros, con un Estado colonizado por una camarilla de la que reniegan hasta los miembros honorables de su mismo partido, que no duda en pactar con terroristas y asesinos, que lleva a menos a España por dentro y por fuera, que siembra la desunión y la discordia, que busca quiméricas alianzas con nuestros enemigos declarados o históricos, que fomenta la indefensión jurídica de los ciudadanos dando en cambio impunidad efectiva y audiencia mediática a bandoleros y delincuentes, mientras reduce a sus victimas a materia productiva fiscalmente expoliable.
Una camarilla que ha hecho de la mentira y el desprecio punitivo a las numerosas minorías que no la apoyan su forma específica y exclusiva de relación con fuerzas políticas y ciudadanos.
Evidentemente, arrastramos otros muchos males, históricos y endémicos algunos, otros nuevos e implantados por las actuales formas de vida y relación que imperan inevitables.
Pero no olvidemos que el mal es en realidad una jerarquía de males. Y su cura requiere una jerarquía de urgencias en los tratamientos. Debemos aplicarnos como ciudadanos a atajar los males más urgentes haciendo un uso sensato y valiente de la libertad que aún conservamos. Y empezar por no conformarnos.
Definitivamente, no me preocupa el Número de la Bestia. El número de los bestias ya es otra cosa….