Arte y Fealdad II
Volvemos a la fábula que relaté en mi última mirada. Os expuse a grandes rasgos, mis apreciados y pacientes lectores, bajo una forma metafórica, la inverosímil aventura del arte y su mundo en los tiempos llamados modernos, esos que se anticiparon en el alba del siglo XX y alcanzaron su sazón inmediatamente después de la I Guerra Mundial. Fue un momento convulso, con revoluciones sociales y tecnológicas en marcha, con la memoria de una gran catástrofe reciente que, unos años antes, en la tan nostálgicamente evocada “Belle Epoque” nadie hubiera considerado posible. Con un vasto experimento político-social en marcha, la Unión Soviética, de rasgos tan ambiguos como inquietantes, con la sombra negra de la inflación y la crisis, y los rencores y desaguisados de la guerra y la paz consiguiente, impuesta sobre la injusticia, el abuso y la humillación de los vencidos, incubando la oscura camada de los fascismos y el nacionalsocialismo.
Era un panorama de ocaso, en donde los valores y credos que languidecían en el fin de siglo había periclitado definitivamente, y se buscaban, en una explosión de experimentalismos sin precedentes históricos conocidos, otros nuevos, sin más crédito o fundamento muchas veces que su mera novedad, que su definición a la contra de los establecido.
Frente al reciente diagnóstico agorero de Oswald Spengler en su “Decadencia de Occidente”, y desmintiéndolo en una explosión terminal de fin de fiesta, los “ismos”, arrancando en manifiestos que fomentaban banderas o militancias de estricta observancia ético-estético-política, proliferaron en el humus del desconcierto y la crisis como setas después de la lluvia. Algunos, tan efímeros y venenosos como ellas. Unos pocos los recordamos. ¿Quién no ha oído hablar del cubismo, del surrealismo, del expresionismo? La mayor parte de ellos cayeron rápidamente en el olvido o el desuso, arrastrados por el vendaval cambiante de las modas y las consignas. Así el constructivismo, el suprematísmo, el futurismo, el purismo, el postísmo, el ultraísmo. Y tantos más…
Ya estamos situados en un muy determinado clima humano que hace plausible y casi obligado lo que antes hubiera sido impensable. Vayamos a lo específicamente artístico, y, particularmente, a la relación entre arte y fealdad. Voy a tomar como ejemplo de partida el caso de Goya, quien, bajo tantos puntos de vista, es nuestro estricto contemporáneo. Él vivió también el fin de un mundo y el comienzo de otro, en medio de guerras y espasmos revolucionarios.
El tema de la fealdad en la pintura era tradicional ya en su tiempo. La pintura manierista y barroca ya había retratado la decrepitud, la deformidad, la muerte, bajo mil ángulos repulsivos. Se había representado lo monstruoso, pero se había representado “bellamente”, esto es, sin renunciar a la composición, al equilibrio, a las proporciones, “salvando las formas”. Goya, en sus pinturas negras, hace algo distinto, algo específicamente moderno. En su “romería de San Isidro”, no es que pinte un mundo monstruoso, es que pinta monstruosamente el mundo. Lo monstruoso no está en lo representado, sino en la representación, en la distorsión de la mirada.
La lección de Goya fue recogida y explotada al máximo por las vanguardias del siglo XX. La “mirada distorsionante” se adentró en el mundo de las formas violándolas, forzándolas, barrenándolas, volviéndolas del revés, fragmentándolas y recomponiéndolas después, como hicieron el expresionismo y sobre todo el cubismo analítico, o deformándolas, licuándolas, convertidas en el fugitivo ectoplasma de los sueños, cosa que hizo el surrealismo.
En este camino sin retorno de las formas “clásicas” a la pura abstracción se iban abandonando las sabidurías acumuladas por la tradición artística de siglos. La armonía, la composición, el orden, el equilibrio, todo eso sobraba en los territorios cada vez más extraños atisbados por esa nueva manera de mirar.
En el límite de lo bello se emplaza lo siniestro, como nos enseñó a entender Eugenio Trías. Aún más allá, se extienden los dominios casi ilimitados de la fealdad, de lo casual, de lo informe, de lo aleatorio. Y aún más allá, sólo se encuentra la nada. Esa nada a la que, más pronto que tarde, se vieron abocadas las vanguardias.
Hacia los años 30 del siglo XX, el arte nuevo había cumplido su camino, desembocando en el urinario de Duchamp y el cuadrado blanco sobre fondo blanco de Malevitch. A partir de aquí se iniciaba lo que podríamos hoy denominar “la tradición de la ruptura”, o “la ruptura como tradición”, con dos caminos u orientaciones posibles.
O bien una nueva academia apropiándose de los experimentos de las vanguardias, instalada en una aburrida retórica de “lo moderno”, que dura ya setenta años sin cambios apreciables.
O bien la disolución del concepto mismo de arte, en el juego obsceno y pueril de la provocación, avalado por una crítica mercenaria, fomentado por los mercachifles y aplaudido por los tontos que, como ya es sabido, son legión.