El espejo de los días
Prometo a mis lectores un descanso. Ante los rigores caniculares que se avecinan, prometo no ser beligerante, prometo dejar de lado temporalmente esos temas que las buenas maneras tradicionales excluirían de la mesa, por su influencia nefasta en la degustación de la comida compartida y en la posterior revolución intestinal que alteraría el discurrir plácido de las sobremesas. Mi primera obligación será velar por las buenas digestiones de mis lectores.
Pero en esta mirada tengo que ocuparme de lo histórico, de lo que invade por activa o por pasiva (con su presencia o con su clamorosa y escandalosa ausencia) los espacios de la actualidad mediática (y “mierdiática”, según casos).Tengo que mirar de frente al espejo de los días, ese espejo simbólico que refleja lo que pasa, como el que paseaba por la calle Honorato de Balzac, para que se reflejase en él “La comedia humana”.
Y lo primero y más evidente que salta a la vista, reflejada implacablemente en el espejo, es la ebullición que caldea cada día más la vida parlamentaria española. Atrás quedó el tiempo de la siembra insidiosa de la discordia. Ahora llega, como tiempo de verano que es, el momento de la cosecha: una cosecha de trigo envenenado, de enconus que apuntan ya al odio puro y duro, y de batallas inminentes que va a salpicar todos los aspectos de la vida colectiva, incluso aquellos aparentemente más alejados de la política.
Y es que hay dos dimensiones de la política. Con arreglo a la primera de ellas, la más común y usual, la política es asunto de políticos y acontece con sus agitaciones consustanciales entre los bastidores de la vida cotidiana del ciudadano común. Esa es la dimensión a la que podemos referirnos cuando muchos afirmamos no ser políticos (yo entre ellos). Queremos con ello significar que entendemos la política como un acto de servicio a la sociedad por parte de unos profesionales que ascienden por cauces políticos a las posiciones directivas de control social. (Si esos cauces no fueran políticos, si se llegase al poder por razones hereditarias o se pretendiera una permanencia vitalicia del mismo, pongamos por caso, no estaríamos formalmente en donde, al parecer, suponemos que estamos. Es decir, en una democracia).
Con estos señores (los políticos que nos gobiernan) los ciudadanos que no nos consideramos políticos tenemos la obligación de ser muy críticos y nada complacientes. El que exija la lisonja entre las prebendas del cargo debería ser automáticamente expulsado de la política.
Lo último que hay que hacer con los políticos es creer en ellos. Hay que aplicarles en cambio el dictamen bíblíco en todo tiempo y circunstancia: “por sus obras los conocereis”. Los ciudadanos “apolíticos” de los que me honro formar parte no nos adherimos a un credo político sino que juzgamos con criterio imparcial lo que hacen los políticos. Sin nosotros, sin los que no se alinean, ciegamente y a costa de lo que sea, con un credo político representado sin fisuras ni discusiones por un partido político, simplemente es que no habría en rigor política. La democracia desaparecería, simplemente. Habría una mayoría que gobernaría siempre, y que abusaría sistemáticamente de su situación de privilegio para ignorar los criterios de la minoría contraria, que estaría condenada a permanecer como minoría siempre. Ello conllevaría la anulacióm práctica de los mecanismos democráticos y la instauración efectiva, más pronto que tarde, de una dictadura enmascarada con las formalidades de la democracia. Esto es precisamente lo que se pretende que nos ocurra, y lo que ya acontece hace años en las más privilegiadas e insolidarias autonomías periféricas.
Y esto es lo que me lleva a esa segunda dimensión anunciada de lo político. Es la que se manifiesta cuando los asuntos de la política no se les puede dejar por más tiempo a los políticos, porque entonces es la vida colectiva la que anuncia riesgo de naufragio. En esa situación, que es a la que nos acercamos a toda vela, impulsados por los malos vientos del rencor y la avaricia, los ciudadanos, en bloque, tenemos que asumir nuestra inexorable condición gemela de la de ciudadanos: la de “animales políticos”. Es la “polis” lo que va a estar en juego, no la política de vía estrecha de los profesionales de la tergiversación.
Y es que a lo que estamos asistiendo en el momento presente no es al debate lícito entre un partido de izquierdas que gobierna y que tiene en la oposición a un partido de derechas. Aquí y ahora, la definición de derechas e izquierdas es desorientadora, inexacta y, en última instancia, falsa. A lo que estamos asistiendo es a la lucha agónica de una democracia que se resiste a morir. Y se da la triste circunstancia de que es precisamente la mal llamada “izquierda progresista” en el poder la que está ávida de presentar el acta de defunción de esa democracia precisamente como un avance y un triunfo del progresismo, sobre el tradicional involucionismo autoritario de la “derechona”.
Los ciudadanos que no somos políticos deberiamos hacernos muy conscientes de que el juego democrático está gravemente viciado desde hace dos años, gobernados como estamos por un neo-jacobinismo de oculta y progresivamente manifiesta radicalidad, que se asocia indistintamente con partidos nacionalistas minoritarios de extrema izquierda o de derecha manifiesta, porque eso le da igual, con tal de mantenerse en el poder; que tiene una ya suficientemente probada vinculación con el terrorismo de Eta (extrema izquierda) el cual lleva décadas colaborando con el PNV (derecha tradicionalista antiespañola) y que ha alcanzado el poder violentando los mecanismos democráticos (sucesos de la jornada de reflexión) y adulterando las pistas del atentado del 11-M para desacreditar al partido entonces en el poder (la famosa mochila, los móviles, etc….) sin prejuicio de otras posibles implicaciones aún más graves, que harían del atentado islamista un premeditado y perverso tiro por elevación.
Un neo-jacobinismo que explota los irracionales reflejos ideológicos de la izquierda confesional mientras desentierran hachas de guerra oxidadas y herrumbrosas lanzas de las discordias de antaño, para debilitar, desacreditar, desunir y enfrentar. No puedo suscribir algunos aspectos de la política de la “derecha”, pero en este momento la mala fe totalitaria de los que nos gobiernan es el problema real de la vida política española.