El barco en tierra

Como era amigo de mi padre, también lo fue mío, que esa es una de las ventajas que hay en los pueblos, que las cosas pasan de padre a hijo –incluidos los apodos- sin que haya interferencias, como la cosa más natural del mundo, tal como se cede una tienda, un negocio, la casa, el piso. Y la verdad es que Ginés Rabal lo fue durante mucho tiempo desde que le echara una mano a mi padre – era un verdadero manitas- en el cine de verano que llamábamos El Pijama o en la sala de proyecciones, bien sea arreglando las sillas o fabricando un estrado, haciendo marcos para los carteles publicitarios o las mil cosas que pueden necesitarse. El trabajaba en solitario en su taller, cerca de la gasolinera de la carretera de Lorca. Sin ayudantes ni peones ni obreros de ninguna clase. Como no lo he indicado aunque la gente lo sepa, Ginés fue carpintero, fino y lustroso, un carpintero que trabajaba cuando quería, sin horas convenidas, lo que provocaba que muchas veces fuéramos a visitarlo y mantuviera la puerta cerrada de su trabajo. El se marcaba su horario, la labor diaria, o si lo juzgaba conveniente, la semanal. No aspiraba a la riqueza ni se descomponía si no había tajo como ocurría a tantos otros. Siempre iba a su aire, con rizos en la cabeza, silbando por la calle, tranquilo y pacífico, pero no lento, siempre porque huía de las urgencias –el mantenía su ritmo propio que pasaba por no acelerarse ni mucho menos turbarse por nada- y de las prisas. Era un carpintero filósofo que decía cosas que te hacían pensar y las expresaba con mucha gracia y salsa, siempre acompañadas de su risa risueña y contagiosa, porque me apresuro a decir –él que iba con tanta calma- que se reía a carcajadas, como una cascada. Y no sé si había estudiado algo en alguna escuela, si se había imbuido de lecturas del pensamiento libre o de la masonería o de no importa qué secta, lo cierto es que siempre aportaba en la conversación algo especial, no habitual entre la gente artesana. Tenía la cabeza despejada y despierta, aunque nunca declaró pertenencia o afiliación alguna, me lo imagino enclavado en los partidos de izquierda, junto a los anarquistas, con los que posiblemente simpatizaba aunque en aquellos días nadie revelaba nada a nadie, mucho menos si estabas en la orilla opuesta.
Llamaba la atención Ginés Rabal asimismo porque calzaba sandalias franciscanas sin calcetines fuera verano o en pleno invierno, con lluvia o con truenos, con calores o con granizo. Al margen de modas y convenciones. No parecía afectarle mucho el tiempo ni la temperatura si consideramos que siempre vestía de la misma manera. Una camisa corta o con las astas a medias de la larga, un pantalón y sus imperturbables sandalias, amén del lápiz en la oreja, mordiéndose un labio de vez en cuando, sobre todo cuando efectuaba un esfuerzo. Fuera en la calle o fuera en su propio trabajo, en medio de las muchas virutas que le rodeaban, con los potingues propios de su labor, con los serruchos o con la brocha para dibujar.
Su ideal era no buscar los bienes materiales, huir del dinero, vivir lo mejor que se pudiera pero con el karma de un budista oriental. No soñaba con los millones ni pretendía la fortuna, a lo sumo echar a flote un barco que él mismo, con manos diligentes y expertas, se había fabricando a lo largo de muchos años de trabajo mesurado, esmerado. Poco a poco, a su aire, sin fatigas ni atosigamientos, el barco no sólo había cobrado forma, estaba a punto de ser botado y siempre, sabiendo mi afición en aquellos momentos por la pesca, me invitaba a enrolarme como grumete en un barco de unos ocho metros que le ocupaba gran parte del taller y buena parte de un solar vecino. Yo, siempre que lo veía le recordaba la invitación, la oferta que me había hecho, y siempre me decía que le faltaba menos, que había pedido los papeles, que había que pasar por la comandancia de marina para declararlo, a fin de que le dieran la matrícula, pero mucho me temo que él, que huía siempre de lo convencional, quisiera pasar por el aro de las ordenanzas establecidas. La verdad es que Ginés, pescador de sueños, me decía que conocía todas las marcas para pescar, que siguiendo los cabezos y los montes, sabía dónde se podía hacer una buena pesquera, y yo lo creía porque gozaba, tal como he indicado, de una memoria ejemplar. De la sima manera que recopilaba refranes, dichos, citas famosas o pensamientos, era capaz de decirme dónde había que pescar a chambel y con el curricán, qué sitio era el bueno para los pargos y para los calamares si te acompañabas de luz en la noche.
Cuando más me gustaba era cuando se había tomado dos o tres cervezas en el bar de la gasolinera o en alguno de los alrededores de su taller. Entonces guiñaba los ojos, aumentaba su sonrisa pícara, disparaba contra los curas y los obispos (no era frecuente hallar alguien que no estuviera contagiado del tufo beateril) y contaba historias que seguramente había visto en las muchas películas que había contemplado. Y, aunque nada sabía de su familia e hijos, contaba con ironía historias que habían sucedido, enganches o asuntos que contaba con mucho acierto. Y debo decir, para terminar, que nunca acabó botando aquel barco que construyó con mimo y esfuerzo (el único que realizó). El barco permaneció en tierra y no pude disfrutar de su sabiduría marina. Solo me dejó con la terrestre, con el recuerdo de sus sandalias al desnudo, con su camisa de mangas corta, sin calcetines, en el rudo invierno.

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