Un mal encuentro
Mis lectores más asiduos lo saben. Intento ser ecuánime, hablar -escribir- con palabras propias, pensar con ideas propias, tomando como base mi percepción propia de las realidades y los hechos; ser, en suma, fiel a mi propia perspectiva de las cosas, ser uno con mis circunstancias, en sentido orteguiano.
Eso es algo sumamente difícil a veces. Para demasiados, lo adecuado, lo bueno, es hablar con palabras ajenas, que están en el ambiente y son de todos y de nadie, y, lo correcto, lo políticamente correcto, es enfilar esas palabras de nadie como un collar de baratija para dar apariencia de forma a lo informe, al prejuicio, a la consigna, a lo que se debe pensar para estar “en la onda”.
Para aproximarse, tan solo aproximarse, a una voz propia, hay que permanecer alerta, en tensión intelectual, cribando y cerniendo finamente pensamientos y ocurrencias (que se parecen pero no son lo mismo) con el fin de separar el grano de la paja.
Y hay, además, que fortalecer el ánimo, porque es inevitable que te acaben señalando con el dedo.
Toda forma de comunicación humana, y aquí también se incluye de modo eminente a la escritura, está trufada, sembrada y a veces invadida de equívocos, de errores interpretativos, de puros malentendidos.
Cuando leemos a alguien que creemos haber situado en unas determinadas coordenadas estéticas, ideológicas o estilísticas, solemos esperar encontrar variaciones sobre lo consabido; un enésimo refuerzo aplicado sobre las opiniones y los puntos de vista que ya tenemos consolidados.
Nos desconcierta, y a menudo nos irrita, que el escritor que “sabemos” que es “de derechas” nos salga con una defensa del sentido social de la riqueza, frente al caballo desbocado del capitalismo salvaje, por ejemplo, o que el “de izquierdas” abomine del utopismo totalitario socialista, la cancerosa metástasis del Estado o la merienda de negros de las autonomías.
Refiriéndome a mi humilde persona, yo sé que, aunque se me tiene por conservador, a veces parezco de derechas (a los de izquierdas) y a veces de izquierdas ( a los de derechas), con lo que acabo por irritar por igual a los cerriles de uno y otro lado.
Algún compañero de pluma (o de teclado), con quien tenía inicialmente una relación normal, al cabo de los años casi me ha retirado el saludo.
Escribí contra Aznar cuando la trampa de Iraq, y me he indignado repetidamente por el desastre Zapateril. Rajoy me tiene harto. También he echado pestes contra “los indignados”, y no he disimulado mi enfado con algún alcalde prepotente que confundió el término municipal con su cortijo.
Yo no gano nada material escribiendo. No he percibido ni un euro desde que me conocen mis lectores.
A veces pienso que estaría mejor calladito, en vez de señalarme y significarme para el dedo , siempre incansable y acusador, siempre descalificador y negativo, de la maledicencia local.
Claro que, para esquivarla, habría que pasar de perfil y de puntillas y en silencio entre las lenguas viperinas que se agitan como látigos a un lado y otro, y aún así no hay garantías de no acabar recibiendo en la cara una buena rociada de veneno.
Pero cuando me invade el desaliento, y me va a ganar la tentación de dejar caer el bolígrafo y dedicarme a otros menesteres más productivos o a la sana holganza, siempre, siempre, como si fueran materializaciones diversas de la voz de la conciencia, me sale al paso gente de bien, gente que yo sé que es respetable y apreciada, y me saluda con afecto, me hace un comentario sobre mis últimas Miradas, me anima a publicarlas en forma de libro o me pregunta por el tema de mi próximo artículo.
Gracias a esa buena gente, yo me animo a continuar realizando un trabajo puramente vocacional, y que, desde luego, no se me agradece demasiado por parte de quienes más directamente se benefician con él.
Voy a referir al lector sin más dilación la anécdota que se sitúa en el nudo de estos comentarios. El último fin de semana me hallaba yo la noche del sábado en el Casino aguileño conversando y compartiendo unas cervezas con amigos y amigas que, a Dios gracias, no me faltan.
Me encontraba en el marco más agradable para la fiesta que por aquí puede hallarse, con perdón para las discotecas periféricas, más multitudinarias, pero sin su encanto decadente y nostálgico.
Por desgracia, al estar abierto a todos, no siempre tiene un público a la altura debida.
El caso es que, cuando ya me marchaba, me abordaron dos mozalbetes (cuyas caras soy ahora mismo incapaz de recordar).
Uno de ellos empezó sin más a insultarme, empleando en tono deportivo y alegre los términos más afrentosos, despectivos y vejatorios. Me cuidaré de no repetirlos aquí.
Su compinche, que al principio parecía disculparle en tono de chanza, se unió al ataque al escuchar una irónica respuesta mía que no le gustó.
Estuvimos a punto de vernos en la calle.
Por fortuna, mi sentido común prevaleció sobre mi muy justa y santa cólera, y no cometí el error imperdonable de ponerme a su altura.
Eso fue todo. Como el valentón cervantino del soneto célebre, me calé el chapeo, requerí la espada, fuime y no hubo nada.
La noche quedó sentenciada, y yo permanecí un buen rato dándole vueltas a una de las situaciones más absurdas y desagradables que recuerdo.
Esos individuos me echaban en cara que existo, en primer lugar, que escribo y lo que escribo. De entre el chorreo de insultos, solo he podido entresacar una única crítica con contenido: la de que soy “demasiado diplomático”.
Entiendo que se refieren con ella a que soy complejo: demasiado razonador y ecuánime, y que escribo con frases demasiado largas, cargadas de oraciones subordinadas.
El caso es que podrían serlo más aún. Cierto escritor contemporáneo escribió una novela entera desarrollada y contenida en una sola frase (Gregorio Doval: El libro de los hechos insólitos).
Sin llegar a esos excesos, hago lo que creo oportuno para que cualquier lector medianamente formado me entienda.
La verdad es que estos chicos (si me leéis, amiguitos, no creáis que os guardo rencor. Ofende quien puede no quien quiere), ejemplares típicos de lo peor de la generación Ni-ni (del género nacimos mereciendo, no tenemos obligaciones sino solo derechos, nos expresamos como queremos y hacemos lo que nos da la real gana, etc., etc.) me recordaron el “muera la cultura” de antañones generalotes y soberbios fascistas de un pasado remoto.
¿Será una vez más otro síntoma añadido del eterno retorno de lo mismo, de la vieja barbarie ancestral, con otros ropajes y apariencias?
Por si acaso, ahora sí que tengo una razón determinante añadida para seguir con mis Miradas, en nombre de mi personal libertad de expresión.
¡Y gracias, chavales, por la propaganda! Cómo bien decía Oscar Wilde: “Qué hablen de uno, aunque sea bien”.