El feminismo paranoico
Estamos tan obsesionadas con la igualdad y los derechos femeninos que nos hemos transformado en conspiradoras paranoicas y resentidas. Nos asusta tanto convertirnos en la mujer detrás del hombre o a la izquierda de la mesa, que hemos perdido el centro.
Hoy, para nosotras, llevar un vaso de agua a un hombre representa mucho más que un favor, o una muestra de cariño; es servilismo, sometimiento, desigualdad.
Vivimos supervisando todos los gestos, como la Santa Inquisicion del feminismo. Si nos regalan una licuadora, cafetera o tostador, nos están mandando a la cocina, si nos abren la puerta, nos suguieren que somos débiles; si no nos cuentan algo, no nos dan nuestro lugar; si nos consultan todo, nos ponen el rol de madre; si nos preguntan qué vamos a comer, en realidad nos están exigiendo; y si nos piden unos calzoncillos, nos están diciendo siervas, lavanderas, esclavas, lacayas.
Necesitamos dejar claro que somos iguales o mejores que ellos con tanta avidez y desesperación, que caemos en nuestra propia trampa; porque cada vez que nos importa quién abre la puerta o quién paga la cena, estamos realzando la diferencia, probando que sí existe. Y cada vez que la negamos o discutimos la hacemos más grande.
La igualdad no llegará hasta que nosotras nos comportemos como iguales, hasta que olvidemos el estereotipo y el mandato. No tenemos que elegir nada. No tenemos que odiar el rimmel y los tacones para ser inteligentes, ser celibes para ser valientes o pedir whisky para ser modernas.
Somos mujeres, y podemos tenerlo todo, lo mejor de ambos mundos: las galletas de jengibre y el doctorado, el ascenso y el costurero, una familia enorme, de dos o la soledad. Podemos elegir todo. Y, eso es la igualdad.