Felipe Palacios
El ardor del tórrido mes de julio, de un julio que ansiaba habitualmente, derritió las últimas almenas de su escuálida torre. Cuando él esperaba nervioso e inquieto, como todos los veranos, acercarse al frescor del Mediterráneo y a la espuma blanca de la Peña de la Amistad- para cultivar lo que más quería- recibió la visita más inesperada. Cuando ultimaba bártulos para trasladarse a su paraíso marinero, a su dulce Arcadia, se le presentó la que no tiene nombre, esa negra sombra que llevaba tiempo rondando su pequeña fortaleza y que lo derribó finalmente con ese seco golpe -o tijeretazo- que rompe los hilos de la vida.
Felipe Palacios vivía -y cuesta hablar en pretérito- en la capital del Segura desde tiempo inmemorial, provincia en donde ejerció el oficio que le dio dignamente de comer, pero su ilusión permanente (siempre la tuvo a piel de boca y en el recuerdo) era y fue la de recalar en la paradisíaca ciudad en donde había nacido, en el jardín de su memoria en donde había vivido la adolescencia, había bailado rigodones, había visto representar cientos de comedias en el teatro España o en el Cine Ideal, había recopilado leyendas o historias de protestantes. Una ciudad tan real como soñada, que es lo que suele suceder a los poetas y a los nostálgicos.
Tal como le ocurre a otros muchos aguileños, entre los que me gusta contarme, Felipe Palacios vivía como confinado o exiliado en tierra adentro. Como si fuera un extranjero que necesitara del azul del mar para sosegar su conciencia, como si precisara volver al cordón umbilical del que había salido. Bien que se moviera como una ardilla en las aguas tranquilas y pacíficas de Murcia, su sueño estaba en nadar por las azules bahías de su tierra alejada, tomarse un café bajo el inmenso ficus de la Glorieta al lado de los amigos de siempre, hacerle una visitica a la guapísima Dolores que figura en el camarín de una Virgen, saludar a los mil conocidos que le paraban por la calle, echar palique con este o con aquel, o pegar la hebra en la tertulia de toda la vida bajo la sombra tutelar del Casino -sobre el que escribió su último artículo recientemente publicado en el libro Mirando al mar- o en el Café de Pedro, en las águilas de Aguilas, lugares en donde daba rienda a esa jovialidad inagotable que presidió su vida.
Felipe Palacios se ha ido de paseo por esas alamedas celestes (estoy seguro que lo van a recibir con agrado porque amenizará más de una velada con sus rancheras, pasodobles y boleros) a la espera de recuperar ese ansiado rincón del alma que era su tierra natal, la Aguilas de sus historias, la Urci de sus yacimientos arqueológicos, la ciudad sumergida de sus leyendas y poesías, narraciones y leyendas, sueños y quimeras que él bien procuraba recuperar en esos libros que son, a partir de 1968, la Biblia aguileña, fuente de donde beben (y van a abrevar) devotos, feligreses, historiadores y estudiosos. Yo, que lo esperaba este verano para invitarle a disfrutar de la brisica fresca del limón helado, que aguardaba oír el caudal de su alegría, lo vi en un extraño y caluroso sábado matutino mudo, ya precintado, sin ganas (él, tan hiperactivo), callado. Y presiento que será un verano distinto, raro, porque las calles de Águilas ya no se oirán los gorjeos de su risa, los trinos de su optimismo, los aspergios de su innata felicidad.
Felipe Palacios se ha ido para siempre. Quien fuera abogado desde sus remotos orígenes, apenas cuando salió de su pueblo romano, árabe e ilustrado, ya no volverá tan pronto como se acrecienten los ardores del verano. Quien se hizo historiador y antropólogo en su madurez, cuando gozaba de su agitado retiro, ya no retornará para hablar con Antonio Sánchez Cáceres, Eusebio Castellón, Alberto Arranz, Carlos Trench, Félix Luis Pareja y tantos otros. Quien se hiciera arqueólogo en su senectud, cuando tantos santos varones pierden sus horas en mirar la caja tonta de la televisión o en bostezar, ya no escribirá su enésima obra sobre el universo social, político, económico, deportivo, sanitario o comercial de Águilas, sencillamente porque ya descansa para siempre en esa tierra, su tierra.