Para no perderse “Perdidos”
Voy a aprovechar los estertores ardientes del estío para darme a mí mismo una tregua. Para no tener que enfangarme todavía en la contemplación fría y objetiva de nuestra actualidad y nuestras expectativas; para no tener que llenar mi página de exabruptos, como hay quien hace, equitativamente repartidos en mi caso a derecha e izquierda, que yo vivo ayuno de pesebres, no le debo nada a nadie y mantengo una saludable equidistancia de las cuerdas políticas a las que a alguno le encantaría adscribirme.
Te voy a dar a ti también un respiro, lector amigo, entre esta ensalada de mentiras, demagogia e incompetencia con que cotidianamente te amargan el cada vez más duro e incierto pan los políticos y sus voceros y secuaces.
Te voy a hablar, en cambio, de una grata e ingeniosa ficción. Esta al menos no tiene otro fin que el de solazarte, y no pretende, como las esgrimidas por quienes tú sabes, hacerte comulgar con ruedas de molino.
Se trata de una serie de televisión en la que concurren calidades insólitas de buena factura y amenidad, que le han otorgado una muy poco frecuente unanimidad de valoración positiva de público y crítica.
Una serie que llega a todos, y puede satisfacer tanto a quien busca mero entretenimiento como a quien tiene un paladar exigente y aprecia el planteo de temas profundos y enjundiosos.
Me refiero a la serie “Perdidos” (Lost). Se han emitido capítulos recientemente por televisión, pero yo recomiendo hacerse con la edición en video de las sucesivas temporadas. Y lo hago por el mismo motivo por el que recomendaría hacerse con “Los tres mosqueteros”, pongamos por caso, en edición íntegra, y no por entregas parciales, como apareció esta obra inicialmente.
¿Qué tiene que ver “Perdidos” con “Los tres mosqueteros”, o con los extensos novelones de Carlos Dickens, del género “Oliver Twist” o “La historia de dos ciudades”.
Pues que estos complejos relatos tienen una profunda unidad interna, por debajo de los recursos literarios empleados por los autores para mantener el interés de los lectores a lo largo de sucesivas entregas; esas situaciones no resueltas de máxima tensión o intriga con que se interrumpía una entrega, con el irritante rótulo de “continuará”, que hacía esperar la siguiente con expectación e impaciencia.
El resultado final de todas esas entregas es una historia completa, cuajada y bien trabada, que puede, o no, tener desarrollos argumentales posteriores independientes.
El recurso literario necesario para crear esa continuidad argumental es construir una historia -marco- común, que da hilación a las peripecias de una galería extensa de personajes, con sus extravagancias y sus caracteres propios, con identidades únicas y plenamente reconocibles; personajes tan “reales”, tan potencialmente interesantes, como los protagonistas principales, y cuyas historias se entrecruzan unas con otras dando riqueza y variedad a la trama general de la obra.
Pues bien, este es el caso de “Perdidos”. A diferencia de otras series, donde cada capítulo es un episodio cerrado en sí mismo, aquí el desarrollo argumental de la serie es una única historia que avanza centrada en los desarrollos paralelos de las vicisitudes de un conjunto bastante amplio de personajes bien dibujados, cuyas características e historias parciales vamos conociendo paulatinamente, mediante el recurso frecuente a los “flash back”, los saltos en el tiempo, hacia atrás o hacia adelante, que se intercalan en el discurso narrativo sin interferirlo ni quitarle pulso, lo cual es en sí un singular mérito.
La historia-marco es arquetípica, de puro simbólica (unos náufragos en una isla), y está teñida con una atmósfera de misterio numinoso, un misterio en el que se adivina algo arcano y sagrado, que va más allá de la mera intriga.
No te inquietes, lector, pues no te voy a estropear el placer de irte adentrando tú mismo en ese misterio. Sólo voy a darte alguna nota argumental para, por así decirlo, abrirte el apetito.
Caso todos los personajes principales de “Perdidos”-no todos ellos- son supervivientes de un avión siniestrado; el vuelo 815 de Oceanic, procedente de Australia, que se ve misteriosamente desviado de su rumbo y cae sobre una isla aparentemente desierta, en pleno océano Índico.
Los protagonistas, supervivientes milagrosos de un avión que se parte en dos en pleno vuelo y cae sobre la tierra, esperan su pronto rescate. Pero ese rescate no llega: el avión se desvió tanto de su rumbo que los equipos de salvamento buscan en el lugar equivocado.
Se ven entonces obligados a ingeniárselas para sobrevivir en la isla.
Esta, pese a su paradisíaca apariencia, es un lugar extraño, poblado por presencias inquietantes.
Los supervivientes atisban a sus muertos; un ser invisible y monstruoso se hace oír, acechante, en las espesas frondas de la isla.
Pronto descubren, además, que no están solos. Los “otros”, los misteriosos habitantes de la isla, se dedican a espiar sus movimientos y a hacer desaparecer a algunos de ellos.
John Locke, el probable protagonista verdadero de la historia (aparte de la isla, naturalmente), un tullido de gran sensibilidad y empatía que ha recuperado milagrosamente (la isla es un lugar en el que ocurren milagros, según él dice) el uso de las piernas tras el accidente, comulga con el alma ancestral de la isla y descubre una red de laboratorios subterráneos repartidos por ella, y dedicados a extraños experimentos por parte de una misteriosa “Iniciativa Dharma”, cuyos miembros han desaparecido hace años.
Quizás el destino del mundo está en juego, pendiente de que se introduzca una serie numérica en un ordenador de uno de esos laboratorios, cada 108 minutos…