Recuerdos de nuestra calle (mi calle). Al principio de los años cuarenta…


Por Bartolomé Muñoz Marín
La Plaza de la Constitución había dejado de llamarse así para denominarse en lo sucesivo Plaza de España, pero la Glorieta fue, es, será y seguirá siendo siempre “la Glorieta”: con sus niños jugando, sus cómodos bancos, sus grandes ficus, sus araucarias y palmeras, su balsa con la “pava”, ahora sus múltiples terrazas, y su luminoso jardín, entonces bordeado de una espesa barda de bellasombra que, junto con los bancos de doble asiento, usábamos como escondite y refugio en el antiguo juego de “echa la red”, de “policías y ladrones”, o de “manos arriba”; todo para disgusto del “tío José” el jardinero que vigilaba y nos amedrentaba chasqueando un látigo.

Los pasillos de tierra apisonada, a lado y lado del enlosado central, fueron ideales para nuestros juegos de bailar el trompo (generalmente “a los canos”), jugar a las bolas (todos teníamos un magnífico bolillo de cojinete), a los botones con las tres tiradas de “níatole, nísole y sápole” y la valoración de los botones admitida por todos: desde los “ruines”, de algo como de hojalata (eran de bragueta de calzoncillo largo) y que valían por uno, hasta los grandes de carabinero que valían por doce; los corrientes valían por dos, los de nácar más grandes con cuatro agujeros, por cuatro, y los de bocamanga de carabinero, por seis. A las cajas y a matar, con la chapa, “picaleante” o “picatrás”. Entonces las cajas de cerillas eran de cartón y venían dibujadas caras de futbolistas de la época o de los míticos Zamora, Padrón, Quincoces, Ciriaco, Félix Pérez, René Petit etc., o de ciclistas como Berrendero y Cañardo… No sé por qué a la parte que es funda de la caja de cerillas le decíamos “caliche”, y al caliche relleno de las estampas recortadas le decíamos un “gordo” (le cabían 20 estampas). Las chapas nos las hacían en la estación al igual que los aros para rularlos con el gancho.

Nuestras hermanas y amigas jugaban a la comba: desde el inocente “cochecito leré” o “al pasar la barca”, hasta los rabiosos “dubles” a toda velocidad, según la edad o pericia, y con la canción de “a Popeye le gusta el vino – a Popeye le gusta el pan – a Popeye le gusta todo – menos trabajar”. (Esto lo hacía muy bien Luisa Egea)

Las columnas de la luz eran de hierro colado terminando en una artística espiral de donde colgaba una bombilla. En alguna de ellas daba la corriente cuando encendían el alumbrado público, pero sin peligrosidad por la baja tensión de entonces. Esto nos permitía la maldad de transmitir la corriente en cadena, cogidos de la mano unos con otros, hasta llegar a algún incauto paseante perceptor del “calambre” al ser tocado por el último, instantes antes de que el primero, avisado, agarrase la columna.

En el centro del paseo y en el centro de las calles había pantallas redondas con bombilla suspendidas en cables atravesados: En esos cables era donde se nos enganchaban con bastante frecuencia los “frailes”, versión barata de la cometa, hechos con un periódico doblado de cierta manera, y que se volaban atados con un hilo corriendo por la calle.

En la calzada, principalmente frente a la farmacia de don Juan Moreno y la sombrerería o tienda de don Pablo Álvarez, que era donde estaba la parte más ancha, jugábamos al “boli”, al “de nada”, “allá arribita arribita” o “a la una la mula”, estos tres últimos juegos saltando por encima del que “se quedaba”; y en toda la plaza se libraban incruentas batallas con las “birolas” de los ficus.

En la Glorieta no recuerdo haber jugado a la pelota, posiblemente por estar allí la “inspección” de los municipales, con Fermín el guardia y Jacinto el Inspector, antecesor del famosísimo “tripalobo”, ambos y este queridos por todos, pero sí en la calle Rey Carlos, en la calle Balart y en la misma Cuesta del Caño. En las tres calles había además una puerta de cochera apropiadas para un “centre” y rematar a puerta; frecuentemente con pelota de trapo hecha por nosotros mismos. Cuando rara vez veíamos venir un coche, nos sentábamos en la acera, pues el paso del coche era también muy lento.

En la esquina donde está Chic estaba una famosa mercería llamada El Siglo propiedad del no menos famoso y célebre don Pepito (el del siglo, claro) flanqueada por la tienda Viuda de Soto en la calle Rey Carlos (junto a la droguería de Juanito) y por los ultramarinos de Ricardo Aullón en la Glorieta, pasado el portal de la casa. Frente a El Siglo, justamente donde está el gran ficus, había un bonito quiosco en el que adquirimos los primeros tebeos (pulgarcitos los llamábamos) que llegaron a nuestras manos, como los de Juan Centella, Roberto Alcazar y Pedrín, El Hombre Enmascarado, Ciclón el Superhombre (Superman), Jorge y Fernando (la Patrulla del Marfil)…y una publicación titulada Flechas y Pelayos, que era de la falange. También tenían pipas, chufas y otras cosas, aunque estas las comprábamos principalmente en los puestos de la esquina. En el quiosco despachaba un muchacho, algo mayor que yo, que se llamaba Antonio y que le gustaba ir a pescar al “barranco de la mar”; luego me contaba las pesqueras, supongo que exagerando algo como todo buen pescador. El enorme ficus de la esquina de la Glorieta era un arbolico medianejo, con una rama lateral, entonces no más gruesa que mi muñeca, a la que yo saltaba todas las mañanas al salir de mi casa para hacer repetidas flexiones de gimnasia. Estaba desplazado unos cuatro o cinco metros del quiosco y recuerdo que, cuando arreglaron y enlosaron la totalidad de la Glorieta, lo arrastraron con pella por una zanja abierta hasta su posición actual. Fue también cuando plantaron el de la otra esquina frente a “La Verdad” (novedades, que ponía después del letrero).

A la misma entrada de la calle Isabel la Católica, estaba el puesto de “el Licelie” y a continuación el de “la Cartagenera”. Allí era la nuestra cuando teníamos unos céntimos para gastar. No se si alcancé a manejar los céntimos chicos, pero recuerdo muy bien las perras gordas y las perras chicas, y el haber ido, siendo yo aún más pequeño al puesto, cuando aún era de Lucía (creo), a comprar “una perra de todo” y te daban un cartucho con un poco de lo que había en cada departamento. También recuerdo el día que mi padre, quizá por considerarme ya un poco más mayor, me dio por primera vez una peseta para el domingo. Los puestos tenían: garbanzos “torraos”, chufas secas, chufas “remojás”, almendras saladas, pipas, cañamones, altramuces, habas secas, jínjoles, cacahuetes, castañas, membrillos, cañaduz… y palos de regaliz, “rogalicia” para nosotros, con los que nos hacíamos un purico para irlo mascando y chupando dándole muchísima coba. Recuerdo a la cartagenera en el puesto de al lado, menuda y morenica, a Emilia y principalmente al Licelie, moviendo sin parar la garrafa del “mantecao”, o manejando aquel artilugio, poniendo una pasta, echando “mantecao”, luego otra pasta, y sacando el “chambi” con mucho arte.

En esa misma calle se ponía el mercado de los sábados siendo atracción para nosotros cuando venían titiriteros; alguna que otra pareja que ella cantaba las canciones en boga, como aquella de “El compadre manuel tablones…” o la de “Bien se ve que estás mañica…” popularizadas por artistas como Estrellita Castro, Imperio Argentina, Conchita Piquer, Angelillo etc. y él vendía, en papeles descoloridos, las letras de las canciones; el “tío de las aleluyas” con un puntero señalando; y en especial el “tío de los lagartos”, con el ungüento del bicho, amarillento y mágico, recomendado principalmente para la sarna (que existía).

El cine era la principal distracción en el pueblo, entonces sin TV, claro, y sin poder sintonizar apenas emisoras de radio, salvo “radio Andorra, emisora del principado de Andorra”, amen de no ser abundantes los aparatos receptores. Precisamente detrás del puesto del Licelie, se colgaba una pizarra en ángulo abrazando la esquina con el anuncio de la película del día, que se proyectaba en el Salón Ideal. Especial entretenimiento diario era el mirar las carteleras que se ponían en todos los espacios libres entre los huecos, desde la tienda-imprenta de Torrecillas, en donde podías adquirir “Cuentos y Chistes morrocotudos” (después fue de Aznar con Emilio), hasta la tienda sombrerería de Florenciano. Las carteleras eran grandes tableros con bastantes fotografías de gran tamaño representando escenas de la película que se iba a “echar” y de las venideras. Normalmente se cambiaba a diario la programación, pero cuando por el éxito, se repetía la película, eran curiosos los comentarios de las personas que ya la habían visto. Esa zona se transitaba mucho, de paso hacia la plaza de abastos, entonces único establecimiento para la compra diaria fuera del pan y los ultramarinos. Recuerdo que se paraban las mujeres con la capaza explicando las escenas que aparecían en las fotos. Me llamó mucho la atención oír más de una vez el comentario de que ¡que preciosa! ¡que “panzá” de llorar!; porque entonces, para nosotros las películas estaban dividas en grupos: las de amores, que siempre terminaban con un beso, y que no nos interesaban en absoluto; las de vaqueros o aventuras, como las series de Fu Manchú, el Cobra, Tarzán, espadachines (Cruz Diablo) o alguna otra. Las de vaqueros eran las más corrientes, todos los martes, y con frecuencia en programa doble. Nuestros héroes del Oeste que protagonizaron al “muchacho” que al final siempre salvaba a la “muchacha” y portaba los “documentos” de la mina o algo por el estilo, ganándole siempre a los malos, fueron varios, como Ken Maynard (con su caballo Tarzán), Bob Steele, Buck Jones, Tom Tyler, Tim McCoy, Tom Mix… (al principio, algunas de estas películas, en inglés con letreros). También estaban las de risa con Stan Laurel y Oliver Hardy (el gordo y el flaco), Harold Lloyd. Búster Keaton, La Pandilla… Y las que podríamos denominar musicales con Jeanette MacDonald, Nelson Heddy o Alan Jones, Diana Durbin (mi primera noticia y contacto con La Traviata), la pequeña Shirley Temple, y Eleanor Powell con las melodías de Broadway. No recuerdo si vimos ya a Fred Astaire y Ginger Roger con su “cheek to cheek” aunque la música sí que me suena de entonces. Tambien estaban las películas españolas, generalmente folclóricas, y había una actriz llamada Ana María Custodio que era hermana del veterinario de Águilas. Este vivía en una de las tres o cuatro casas que sólo existían en la huerta de Manuela. Pusieron en película “El huésped del Sevillano” por Luis Sagi Vela y, al margen del relativo impacto de haber visto a don Miguel de Cervantes, al día siguiente estábamos todos en la Glorieta batiéndonos con palos y cañas y cantando el fiel espada triunfadora.

Mención especial merecen las funciones de aficionados con magníficos artistas locales entre los que recuerdo de entonces a los Suances, al secretario don Francisco Gonzalez, Viseras, Mateo Cerdán, Paco Gutierrez, Carlota Marín, Mere y Marta Glover y otro muchos. Se adornaban las funciones con algún juguete cómico y normalmente también con un fin de fiesta. Recuerdo uno en el que desfilaban las muchachas cantando el pasodoble “Sevilla, corazón de Andalucía – Sevilla, es la tierra donde el sol más brilla”… Y un tal Gabarrón que trabajaba en una fragua que había en la carretera de Vera, poco entes de llegar a la Caldera, y que cantaba muy bien los fandanguillos.

Las butacas de finos listones de madera fueron sustituidas por otras de asiento abatible, pero también de madera, que nos sirvieron para cabalgar en ellas acompañando al “muchacho” en las persecuciones. Las peleas a “piñas” eran coreadas con el clásico ¡toma! ¡toma!. En la taquilla te daban propaganda de las próximas proyecciones y cuando se encendía la luz a mitad de la película, para cambiar el rollo, o al finalizar la misma, porque siempre era de sesión continua, se lanzaban desde el gallinero algunos de esos prospectos convertidos en flechas o aviones, consiguiéndose a veces artísticos vuelos que eran ovacionados.

A continuación de la tienda de Blas Florenciano, ya estamos en mi casa, con el entonces Banco Internacional de Industria y Comercio en el bajo, y ondeando la bandera de Noruega en el balcón los días festivos en ese país, del que mi padre era vicecónsul en Águilas, y según calendario que nos enviaban todos los años. También había un escudo con un león rampante. Es de agradecer a ese gran país el haber mantenido, aunque ya no existiera el antiguo trasiego de barcos extranjeros en nuestro puerto, el viceconsulado en Águilas hasta la muerte de mi padre en el 74, y el haberle distinguido anteriormente, con la Orden de San Olaf (Olavs), por los servicios, absolutamente desinteresados y prestados durante tantos años.

Desde allí hasta la esquina de la calle Balart estaban: en los bajos de la casa de mi primo Fernando, la heladería Miralles y una tienda de muebles en donde recuerdo a una chica con trenzas recogidas sobre la cabeza o algo así como un rosco a cada lado de la cara; y en los bajos de la casa de Montiel, el famosísimo bar Alhambra y la tienda La Verdad con don Juan y sus hijas.

La heladería Miralles, propiedad de Encarna Miralles, hija del primer Miralles que llegó a Águilas procedente de Jijona, y de Quico Sirvent, padres de Quiquet, de mi edad, y no sé si ya estaba Encarnita, fue para nosotros una verdadera fiesta, pues vivimos la progresiva incorporación y evolución de cosas que nos gustaban mucho. Al principio horchata y limón y solo polos de fresa, limón y menta; al poco los de coco y arroz con leche, luego los de turrón etc.; de los helados, la novedad fue el “tuti fruti”… Por la Pascua los turrones y peladillas. Recuerdo el año que nos sorprendieron con aquellas grandes almendras de algo como alfajor, polvorón o turrón, con oblea por fuera. He de aclarar que en vez de “polos” decíamos “bolos” e incluso así estaban escritos en la pizarra de la puerta, no sé si por algún problema de patentes. Quiero recordar que, al principio, los “bolos” costaban cuatro perras chicas, es decir, dos perras gordas o veinte céntimos.

Las mesas, como también las del bar Alhambra se ponían en las aceras, sobre la Glorieta y en la misma calzada porque el tráfico era mínimo, solo incrementado por el paso de carros los días que había embarque de balas de esparto. Por la noche se cortaba el “tráfico” para dar paso al paseo que se hacía desde la tienda de Emiliano, más o menos, hasta el Casino o mitad de la explanada del muelle, cuando cayó en desuso hacerlo sobre la Glorieta.

El Bar Alhambra del señor Lillo tuvo también especial relevancia con sus clásicas mesas de mármol, su cafetera La Pavoni y sus dos camareros, uno regordete y el otro con la nariz aguileña. Recuerdo que era famoso el blanco y negro de café y “mantecao”. Era el típico bar de reunión, cita, contrataciones etc. y el Milindre y el Guadalupe eran los que limpiaban los zapatos. Estaba siempre muy concurrido y por allí siempre pasaban los repartidores de prospectos de cine, que algunos hasta coleccionaban. A veces traían atracciones, como una tal Nena Alonso que cantaba “la casita de papel”; o ponían en la puerta una tarima para que, por las tardes-noches, tocara la orquesta Ritmo.

Juntamente con el Ayuntamiento y la Iglesia, otros establecimientos destacados de la Glorieta fueron las dos farmacias; la de don Juan Moreno con Rafael y la de don Faustino Arcas, con Hilario, donde comprábamos pastillas de leche de burra, que estaban dulces. Y las tres confiterías, la de Diego y Alcazar, la de Anastasia, tía de Enrique, y la de los padres de Consolación. De estas dos últimas recuerdo que una se llamaba El Buen Gusto, y la otra, La Dulce Alianza. Para mí los dulces preferidos fueron las milhojas de crema y los piononos (con a las famosas tetas de vaca). Junto a la confitería de Anastasia estaba la sociedad de cazadores “El Águila” con un águila real disecada y con las alas abiertas colgada en el techo.

Hubo personajes conocidos en el pueblo como el tío de la mechas (“el tío las menchas”); recuerdo al tío de los cedazos con un gran racimo de cedazos a la espalda (decían que al verlo había que soplar brevemente para romper el barrunto de tiempo ventoso) y, para terminar, no podemos despedirnos de la Glorieta de entonces sin un recuerdo para la “Pava” y la balsa, donde muchos en cuadrilla nos hemos lavado los pies después de una subida al castillo, y donde han capuzado muchos niños pequeños, cuando estaba casi a ras del suelo. Una mención para la Olaya vendiendo iguales ¡Olaya, el barco de la caballa! le gritábamos; el retratista de “el minuto” con su cámara con trípode y el cubico con agua de la balsa para lavar la foto, que había que esperar a que se secara y, cómo no, para Juanico, hablando solo y dando vueltas a todo el jardín constantemente, siempre en el mismo sentido, porque decía que en el sentido contrario era cuesta arriba…

B. Muñoz

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