La Puerta Lorca y su entorno
Recuerdos de mis tiempos pasados venid a mi memoria; lugares testigos de mi vida durante mis edades diversas; decidme cuales fueron los móviles de mis desventuras y la facultad de mis méritos para que a la vista de mis errores y aciertos pueda transmitir mis juicios y conseguir que mi experiencia facilite el cuadro de instrucciones, cuyo germen de felidad y aprovechamiento sirva de utilidad a mis amigos y paisanos de Águilas.Pero, como son tantos los aguileños que han escrito sobre las cosas ocurridas de antaño en nuestro pueblo, sospecho que de poco ha de servir esta aportación mía, que extraigo de mi memoria tratando de expresarla en el mismo léxico popular de entonces, tanto para definir los lugares y las cosas, como para identificar a las personas que formaron parte de aquel lejano escenario de los hechos. Respecto a las personas, trataré de identificarlas por su nombre de pila; por su sobrenombre, o por el apodo de referencia familiar por el que de forma común nos conocíamos la mayoría de los aguileños de entonces. Espero que los referenciados no se den por aludidos ni mucho menos se sientan molestos, pués mi intención, lejos de ofenderlos, no es otra que la de propiciar el estímulo que representa recordar el tiempo pasado para los presentes, y honrrar la memoria de los que ya se marcharon para siempre.
En cierto modo: el mensaje que intento trasladar en mi retórica no es otro que el de rememorar la historia de un pueblo donde sus habitantes tuvieron que hacer grandes sacrificios para abrirse el camino que les guiara hacia un futuro mejor, afrontando las calamidades de un terreno movedizo y hostil, que no fue nada llano ni fácil de superar.
Además de esto, serenando el ánimo, trataré de entrar en el laberinto de mi cansada imaginación para retomar mi andadura por el pueblo, comenzándo por la «Puerta Lorca», por ser la zona de todos conocida y, porque era mi residencia habitual de entonces.
Desde la «casilla de la vía», ocupada por una empleada viuda y su hija , que se encargaban de la vigilancia del paso a nivel sin barrera que atravesaba la carretera Lorca-Águilas, hasta las primeras casas del pueblo, el tramo de la carretera arrancaba en suave descenso para terminar frente al «Filato»( una oficina de control municipal , ubicada a la altura de la casa de la Regina, después de cruzar el baden de la Rambla del Charco). El control de los celadores de estas oficinas municipales era tan riguroso en el tránsito de mercancías, que si alguna persona entraba al pueblo portando un haz de leña para la lumbre del servicio doméstico de entonces, el celador, con su afilado pincho, le atravesaba el haz de leña para comprobar que dentro no portaba otra cosa.
Frente al «Filato»-al otro lado de la carretera- se podía ver la fachada de la lujosa casa de la «huerta de Juanito», rodeada de robustas acacias y moreras, donde, en ocasiones, los chiquillos ibamos a coger las moras con riesgo de caer dentro de la balsa llena de agua y ova hasta los bordes, plagada de grandes sapos dando saltos mientras croaban de forma atronadora.Junto a la casa, había un molino al que acudian los agricultores y otros, porteando los costales de trigo, centeno y cebada para convertirlos en harina.
Desde la huerta de la Regina, la «Pareta de la rambla» (una pared fabricada con piedra negra y cal de altura considerable), separaba la rambla del Charco de la «huerta Manuela» – conocida como la del Consejero- que se extendía abancalada tras la hilera de casas construídas a lo largo de la carretera hasta la Puerta Lorca y de las que seguian luego a lo largo de la avenida del Caudillo, hoy Juan Carlos I, formando límite tras el inmueble del «Registro» que formaba esquina frente al bar de Anibal y el tramo de la carretera con dirección Águilas-Vera, hasta «el huerto de la Rea» que limitaba con el puente que cruzaba la rambla. Merece resaltada como curiosidad, que la pareta mencionada que limitaba la finca de la rambla, estaba horadada por varios agujeros hechos a propósito para evitar los rodeos del personal que diariamentre atravesaba la zona para ir al trabajo, y, que, el mayor de todos, era el que daba acceso al camino que conducía al campo de futbol del Rubial, por el que todos los domingos, cruzaba multitud de personas a ver los partidos.
Desde el «Filato»- a ambos lados de la carretera- custodiados de verdes y tupidos cañaberales, crecían robustos los álamos blancos que hacían de centinelas permanentes hasta las primeras casas del pueblo; la primera edificación – a la izquierda entrando- correspondía al edificio de la «fábrica de los Garrigas», que haciendo límite con la huerta de Juanito, se separaba de ella por una pared de piedra de arenisca amarilla, que se prolongaba hacia la vía del tren -varios cientos de metros -en paralelo- con el cabezo del Calvario que tenía en frente.
Seguido a la fachada del edificio, las cuadras servian de covijo a las bestias de tiro que utilizaban los carreros al servicio de la fábrica, a cuyo cargo estaba el tío Juan, esposo de la tía Rita, padres de Josefa, la esposa de «José el churubito», célebre maestro peluquero y excelente músico de la Banda Municipal que tocaba el requinto magistralmente, amigo de todos, y muy querido en todo el pueblo. Después de las cuadras -en línea con la carretera- el cabezo del Calvario descendía formando una pequeña rampa que terminaba junto al «Corralón»: un amplio terreno llano junto a la carretera con una báscula a la entrada -apendice de la fábrica de los Garriga- donde trabajaban varias personas seleccionando el esparto verde que les llegaba en camiones y carros directamente del monte. A la entrada, los carros y los camiones, los pesaban en la báscula y el esparto se amontonaba en «tareas» que las mujeres se encargaban de limpiar y enmanojar separando los rigones que después se llevaban a los hornos para caldear. Una vez seleccionado y limpio, el esparto mas largo lo llevaban a los cocedores ( cercos de piedras dentro del mar) para que fermentara y pudiera seguir el proceso de picado y rastrillado necesario para que con su fibra, los hiladores después, pudieran hilar y confeccionar las cuerdas que demandaba el mercado: el más corto, lo utilizaban para confeccionar las alpacas (las balas) en prensas hidráulicas alimentadas por los obreros y movidas por un cabrestante que hacía girar una bestia de tiro uncida a una lanza, que enviaban por barco a las papeleras catalanas donde se hacía la pasta del papel de estraza, que normalmente se utilizaba en los comercios de ultramarinos para envolver las mercancias que ofrecían a la venta.
En las casas que hacían fachada con la rampa del Calvario -en línea con la carretera junto al Corralón de los Garrigas, entre otros vecinos, vivían familias gitanas muy queridas en el pueblo, ( las de Antonio, Andrés y Tomás el gitano eran parte de ellas); Benito el de la «tina», el tío Pepe el recobero, el Silvestre, conocido de todos por su afición al futbol y, en lo mas alto de la cuesta, la familia del «Rizao» – tambien pariente- del Padre Ortega Carmona, entre ellos, su hijo Francisco, mi entrañable amigo, conocido como «Paco el del Rincon» (dueño del Restaurante el Rincón, ubicado frente al Cine Ideal).
En línea con la carretera, al Corralón, le seguía el taller «del Guinea» y finalmente, la Posada del tío Paco y Miguel Cárceles, junto ella, el puesto de tebeos y otros, de Lorenzo Pérez Molina (más conocido por Lorenzo el Bolicas) , que ocultaba -en parte- la voluminosa piedra de molino que apoyada sobre la pared formaba una de las cuatro esquinas de la plaza, las tres restantes, las ocopaban: la carnicería de «Rosario la Chapa»; la tienda de «Pepe Cárceles y la casa del tío Diego «el herrador», y su hija Purita -experta en bordados.
A la derecha entrando, siguiendo el curso de la carretera después de haber dejado atrás los álamos blancos de chispeantes hojas, la primera casa de entrada al pueblo era la del «tio Pedro el Vinatero» encargado de la vigilancia de la mencionada fábrica de los Garrigas. Pero, además del tío Pedro y su familia, otras muchas y excelentes famiulias vivieron en aquella acera de casas, que separaban el solar de la huerta, cuyos nombres me vienen hoy a la memoria: La familia del padre Alfonso Ortega Carmona (la tía Teresa, Juan el Laru, y su hermano Andrés) ; el tío Alonso Pelegrín y sus hijos( Pedro, Alonso, Ginés el Llolas, y el Mellizo) ; la familia de Paco el de las máquinas de coser; la del Toto; la de la tía Isabel – encargada del lavador donde las mujeres iban a lavar la ropa en los pilones con el agua que sacaba la noria por las vueltas que sobre ella daba una mula que llevaba puestas unas antojeras para evitar mareos; la de Melchor y la Pequeña (Ignacio y su hermano Juan -amigos entrañables) ; la de Manuel Zamora; la carnicería del tío Juan el Lorquino (mi abuelo); la taberna de la tía María Grega y, finalmente, formando esquina, la casa y el negocio del tío Diego el herrador.
Para no hacer demasiado largo el tema, dejaré para enumerar en otro capítulo, los diversos oficios que se ejercían en aquella zona ,y los medios económicos, culturales y sanitarios que disponían las personas que en ella convivíamos.