Unamuno y Salamanca
Omnium scientarum princeps salmantica docet”. Así reza el sello de la Universidad de Salamanca, en el fragoroso esplendor plateresco de su fachada: “Primera en todas las ciencias, Salamanca enseña”. Lema éste rectificado por su complementario: “Lo que Naturaleza no da, Salamanca no presta”. Sabiduría, sí, pero para quien sepa ganarla, para quien esté dispuesto, con una previa dotación de facultades (con un mínimo es suficiente, que esto no sirva de pretexto) a la constancia y al esfuerzo, a la aplicación rigurosa de la fuerza de la voluntad para salir de la ignorancia.
Decir Salamanca es decir conocimiento. Salamanca es una joya románica y gótica, y, sobre todo, renacentista y barroca, finamente, delicadamente labrada en una peculiar piedra arenisca dorada: “Del color de la espiga triguera, / ya madura, / son las piedras que tu alma resisten, / Salamanca…”.
Así la glosó Don Miguel de Unamuno. No fue ni el primero ni el único en hacerlo. En la Plaza de Anaya puede verse la placa con el recordatorio cervantino de Salamanca que aparece en el “Licenciado Vidriera”: “Salamanca, que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado…”.
De esa apacibilidad, de esa serenidad, que es fruto de una vocación de eternidad decantada por los siglos, gozó también el otro y olvidado y grande Miguel –¡Cuánta desmemoria en esta supuesta edad nuestra de la información!–, ese “gran Don Miguel de las barbas de chivo”, tal como lo pintó Antonio Machado. Si alguna vez hubo una perfecta simbiosis entre el pensamiento de un hombre y su entorno, es ese el caso de Don Miguel de Unamuno en Salamanca. De todos es sabido que Unamuno era de Bilbao, pero encontró en Salamanca su patria espiritual verdadera, y, por extensión, en Castilla entera.
Allí llegó de joven, como catedrático, en 1891. Allí pasó su vida, salvados los episodios del destierro a que lo condenó el dictador Primo de Rivera, allí, en ese ágora salmantino de la Plaza Mayor –la primera plaza de España y una de las primeras del mundo– proclamó la Segunda República, allí murió, en amargura, desesperanza, soledad y desencanto en 1936, tras tenérselas tiesas con Millán Astray, aquel abrupto general con un ojo que le dio vivas a la muerte; cuando espetó a los sublevados aquella proclama memorable: “Venceréis, pero no convenceréis…”. De allí salió, en féretro portado a hombros de falangistas, la comitiva funeraria que cruzó media España.
Salamanca es una laboriosa concreción del pensamiento sedimentada en la piedra; una complicada, elaboradísima metáfora de argumentaciones y silogismos hecha masa, volumen y filigrana. Salamanca es tiempo petrificado y vida de juventud incesantemente renovada a la vez; una versión abreviada y celestial de España suspendida del cielo zodiacal y erudito que hoy puede verse recayente al Claustro de las Escuelas Menores. “Salamanca, Salamanca, / renaciente maravilla, / académica palanca, / de mi visión de Castilla”.
Así se explayaba Don Miguel con Salamanca, o también cuando la ve como “Bosque de piedras que arrancó la historia / a las entrañas de la tierra madre, / remanso de quietud, yo te bendigo / ¡Mi Salamanca!”.
Ya he anunciado la perfecta sintonía de la obra y el espacio en que se gesta. Unamuno es un pensador de raza, de casta, no es un mero divulgador de ideas ajenas. Su vitalismo batallador y su innata convicción de polemista le acarrearon, ya en su tiempo, cierto descrédito de escritor inclasificable, contradictorio e inactual. De las tres figuras primeras del pensamiento de su tiempo, Unamuno es la que parece haber envejecido peor, frente al raciovitalismo orteguiano y al clasicismo irónico y barroquizante de Eugenio D´Ors.
Sin embargo, en nuestro momento presente, esa inactualiad crónica lo puede volver extrañamente actual y en sintonía con nuestra sensibilidad contemporánea. Así lo ha visto Fernando Savater, que propone una recuperación “postmoderna” de la obra del maestro, a quien califica, no sin acierto, en mi opinión, de “solipsista trascendental”.
Creo que, para los que cuentan Unamuno siempre estuvo ahí, nuestro pensador del siglo XX más erudito y sabio; un hombre de auténtica genialidad que es como esas frondosas encinas del campo salmantino que tanto amaba, con un tronco vigoroso hincado en la tierra –en la salmantina piedra franca de Villamayor– de la que extrae la telúrica savia que reparte en su tupida enramada de poesía, ensayo filosófico, articulismo polémico, relato, novela…
Unamuno es uno, y la comprensión cabal de su obra obliga necesariamente a transitar de continuo de uno a otro género. Esa compacidad, esa coherencia de la obra unamuniana es lo que acredita a Unamuno como pensador auténtico. Todo filósofo de verdad arranca de una intuición única, de un atisbo certero de la realidad que con su obra entera se encarga de perfilar, diseccionar, profundizar, de extraer consecuencias y captar aspectos derivados. La intuición germinal de Unamuno es trágica. Unamuno se inscribe en la nómina gloriosa de los que no han temido afrontar la angustia y el sin sentido; los pensadores trágicos, de San Agustín a Pascal, Schopenhauer, Nietzche o Kierkegaard (Unamuno estudió el danés para leer a este último en “versión original”, como a los demás).
Y la intuición de este “solipsista trascendental” es la del escándalo metafísico de la muerte como extinción del yo, en su sentido más concreto e inmediato. Unamuno asiste impotente al desfile de efímeras existencias segadas por la guadaña en el dorado marco intemporal de Salamanca, y se exalta, se escandaliza; levanta con su obra el acta de una rebelión agónica contra ese absurdo que hace que irrevocablemente todo lo que es deje de ser. Una rebelión que no retrocederá ni ante la imprecación y la blasfemia.
Y es que: “Vivir el día de hoy bajo la enseña / del ayer deshaciéndose en mañana; / vivir encadenado a la desgana / ¿es acaso vivir? ¿y esto qué enseña? / … ¿Aprender lo que al punto al fin se olvida / escudriñando el implacable ceño / –cielo desierto– del eterno Dueño?” (Último poema de Unamuno, escrito un día antes de su muerte).