El final del verano de los Noventeros Aguileños
Los de mi generación solo tenemos que cerrar los ojos un segundo para recordar la sensación que nos producía el mes de septiembre.
Septiembre era tristeza, humedad, lluvia y tierra mojada.
El temido final del verano había llegado y se nos acababa el chollo de pasar los días en la playa y las noches jugando en la calle mientras nuestros padres ‘tomaban el fresco’ en las sillas de playa instaladas, cada noche, en los portales de las casas.
No puedo evitar la nostalgia de recordar esas imágenes de las calles llenas de todos nosotros repartidos en selectos grupos -escogidos a dedo, pobre del que se quedaba el último que nadie lo quería en su equipo- para el ‘lagarto subete en arto’, ‘el caduque’, ‘el pañuelo’ o el ‘elástico’.
Sin duda, uno de los momentos más tristes era el cierre del tobogán acuático, esa modesta atracción que, por el módico precio de veinte duros, nos regalaba un pasaporte a la felicidad. El tobogán cerraba sus puertas y tocaba guardar los bañadores -aquellos con volantes en la cintura y flores fosforitas- además de las ganas para el año siguiente.
Para nosotros un año era un universo, un universo horroroso que duraría tres estaciones hasta poder volver a vivir con el sol quemándonos la espalda.
Ya en la adolescencia, a los que pasábamos el verano ‘pasando el pavo’ en el Calderón tomando café -siempre a la misma hora, siempre la tarde entera con un manchao o un bombón en la cuenta- y jugando al parchís la cosa terminaba algo más ‘trágica’.
Sabíamos que acababan las peregrinaciones nocturnas a los bares, que Águilas quedaría desierta hasta el año siguiente al ritmo de la triste canción del Dúo Dinámico “El final del verano”, que el disyoquei de aquella época, bien ‘El Manolo’ o bien ‘El Kuki’, se encargaban de ‘pinchar’.
Y la cantábamos todos al unísono, tirados en aquellos sofás tapizados con nuestras fantasías, nuestros amores y que tenían, en cada dibujo, una parte de nosotros.
Nos portábamos fatal y a veces la dueña -que imponía lo suyo-, Paqui, nos echaba durante una temporada, y nos quedábamos en la puerta, desesperados, hasta que nos concediera la ‘condicional’.
Con esa canción sabíamos que a partir de ese día se acababa el cachondeo, la risa, los días sin hacer nada. Los mayores volvían a llenar sus maletas para regresar a Murcia, a la imponente Universidad y los más pequeños, entre los que me incluía, teníamos que ‘darnos patadas en el culo’ para completar las matrículas, hacernos las fotos de carné -en las que todos salíamos fatal entre granos y peinados de lo más extraños- y comprar esos sellos que en todos sitios estaban agotados.
El final del verano terminaba, irremediablemente, oliendo a goma de borrar de ‘nata’ -que levante la mano el que no se ha deleitado una media de diez minutos con ella metida en las narices- , a lápices amarillos y negros recién afilados y sobre todo a libros de texto y libretas -una de cada color para cada asignatura- y a forro de carpetas preparadas con los ídolos de ese año.
Íbamos como locas a la SeñoraBeatriz – ‘Doña Adeatrí’ para los clientes habituales, a volverla loca para que rebuscara nuestros libros de texto que nunca estaban ese día, sino al siguiente.
Se mezclaban en esa tienda varias generaciones de impacientes: unos a por su ‘Libro de los Prodigios’ y otros a por la lista que se nos daba del material que debíamos aportar.
Mientras, Mariano, su marido, trabajaba a toda máquina, unas veces en las estanterías y otras en ese cuartucho que había al lado haciendo fotocopias como un loco. En aquella habitación se mezclaban los juguetes, los libros de lectura, los estuches, las carteras último modelo -sin ruedas, nosotros éramos unos campeones que cargados ‘como mulas’ acudíamos cada día al cole o al insti sin protectar y sin la preocupación de que se nos torciera la columna.
El símbolo de que te hacías mayor radicaba precisamente en eso, en que la cartera que en el cole llevabas con un ‘asa’ en cada hombo, al paso al instituto la dejabas caer en un sólo hombro. Era algo parecido como amarrarse el casco, una ley adolescente imposible de infringir.
La época que recuerdo con más nostalgia es la del instituto porque siempre tenías ganas de ver a aquellos que se habían portado mal y habían estado de campamento, o a esos amigos que eran ‘obligados’ a salir de Águilas y no habías podido ver ni comunicarte con ellos -esa ‘maravilla’ tecnológica que se llama móvil por aquellos entonces no era más que una locura como las que un día tuviera Julio Verne y que, al final y por desgracia, se hicieron realidad.
Si tú querías hablar con alguien lo llamabas a su casa, o ibas a buscarle, o te buscaba, hacía el cariñoso ejercicio de molestarse en saber por donde andabas. O tenías un punto de encuentro donde siempre estaban tus amigos esperándote para hablar cara a cara, para reirse contigo mientras veías la sonrisa y no un emoticono. Se mezcla en mí la rabia y la tristeza cuando observo a un grupo de adolescentes enfundados en granos y ortodoncias -eso sí, ahora invisibles, no de hierro como las de antes- mirando sus móviles cada uno a lo suyo y sonriendo a una pantalla.
En los primeros recreos, entre bocadillo de salchichón con queso cariñosamente preparado por Pascual, al que debimos dejar sordo de tanto gritarle, nos contábamos cómo nos había ido el verano, qué habíamos hecho y el patio se llenaba de historias tan increíbles como que te hubiera tocado ‘el Negrero’ como tutor. Entremezclábamos quejas con anécdotas, preocupaciones con amores de verano -casi siempre lorquinos-.
Así, entre bocado y cigarro a escondidas -pobre del que se quedara en clase y lo pillara el director- nos poníamos al día en ese patio gris y caluroso al que poníamos color con nuestras carcajadas despreocupadas.
Los que se incorporaban al colegio, hacían la trampa de incluir en la lista de ‘necesidades’ algunos juguetes que hacían que arrancar en septiembre fuera más llevadero.
En el escaparate de las papelerías relucían esos pequeños tesoros que tanto luchábamos por conseguir.
Los ‘pegamocos’, los tarros de ‘blandiblú’ o esas pequeñas ranas de chapa que croaban y saltaban mágicamente al pulsar en el sitio adecuado.
Sacábamos las bolsas de las ‘chapinetas’ que habíamos recolectado durante el verano y nos hacíamos polvo las rodillas en la tierra para ver quien la mandaba más lejos.
Los elásticos de primero de curso olían a nuevo, a recién estrenado, y las caras de las que se la quedaban no eran tan agradables como la que estaba enredándose en ese juego que, de tobillos hacia arriba, te hacía sentir cada vez más poderosa. Eso sí, había que ensayar bastante en casa entre dos sillas para ser la mejor. Las caras de los zagalicos no tenían precio, porque envidiosos, todos querían probar pero era algo de zagalas, con lo que tenían que resignarse a mirar de lejos y encima poner cara de ‘esto no va conmigo’. Aunque después, a escondidas,curiosearan y metieran un pie así, como el que no quiere la cosa, para decir que menudo juego más tonto.
Recuerdo esa época en la que unas pulseras vendidas en los ‘veinte duros’, -la fiebre del chino no estaba ni por asomo amenazando nuestras conciencias- que se pegaban a porrazos en la muñeca, primero rígidas y una vez enroscadas y convertidas en ‘moda’, acabaron sembrando el pánico por el rumor de que eran venenosas. Una vez en la basura eran sustituídas por la moda de los chupetes, unas figuritas de plástico de colorines que colgábamos por todas partes.
A los niños de ahora todo esto les sonará a cuento chino, pero nosotros no necesitábamos tanto para ser felices. Teníamos el arma más poderosa que desenfundábamos en cualquier sitio, a cualquier hora: la imaginación. No teníamos conjuntos de café y té de la ‘Hello Kitty’ ya que todo era ‘prestado’ de las cocinas de nuestras madres. No había ni campeonatos por internet ni ‘quedadas de portátil’. En los noventa nos mirábamos a la cara, más niños o más ‘janglones’ y repartíamos pulseras de trapo y anillos de ‘todo a cien’ que nos unían, milagrosamente, a aquel o aquella que lo portaba. Las fotos las llevábamos pegadas en las carpetas junto a nuestros ídolos de la ‘Superpop’ y hechas por nosotros mismos. Cuando nos aburríamos nos metíamos en casa de alguna amiga a gastar las ya olvidadas bromas telefónicas citando a chicos en lugares donde no había nadie o haciéndolos ganadores de un viaje a Canarias. Eso en el mejor de los casos, porque cuando te hacías pasar por técnico de telefónica y hacías menear el cable, conseguías que el interlocutor dejara de hablarte al día siguiente.
Y como siempre repito que nuestros finales eran únicos y los principios espectaculares. Somos y seremos, la generación privilegiada.
TEXTO: ANA GUALDA