Las cuevas
Siempre estuvieron allí, en la mejor situación geográfica del pueblo, disfrutando de un mirador privilegiado para captar los más bellos atardeceres del Levante español, colocadas en la parte derecha de la bahía aguileña, a un paso del Pico del Aguilica, presto a lanzarse en vuelo hacia esa mar azul que se levanta renovada cada día. En el mismo lugar que hoy ocupa el Instituto de Secundaria Alfonso Escámez, con agujeros en varios niveles, con unas simples cortinas que tapiaban y blindaban los accesos . Con un sol que las azotaba cruelmente día a día aunque siempre se ha dicho que aquellos recintos, mantenían una frescura deliciosa, que no se pasaba calor ni frío y que muchas de ellas contaban con alcobas que eran auténticas suites. Incluso, poco antes del final, con las primeras antenas de televisión sobresaliendo por sobre las chimeneas, con un almagre amarillo que coloreaba las fachadas asimétricas, un abigarrado conjunto de miseria blanca y oscuridad negra.
Todos los barcos que llegaban a puerto tenían la obligación de contemplar las bocas abiertas de las puertas, la ausencia de ventanas, nunca la pobre y escueta vida secreta que habitaba dentro si tenemos en cuenta que allí, en los intestinos de la montaña, se hacinaban muchas familias marginadas que no habían conocido otro alojamiento, bastantes miembros gitanos que los hacía mayoría en aquel barrio apartado y otros muchos pobres que no podían disponer de dinero para comprarse un piso en el pueblo. Un buen centenar de familias que apenas disponían de recursos para abastecerse pero que no renunciaban a sus aposentos en el cerro, con vistas al castillo, a las montañas de la sierra de Almenara, al puerto, al albergue de la Sección Femenina, situado bien cerca, en lo que más tarde sería Barrio de Colón, lugar al que se trasladaron las tales familias una vez que un tal Francisco Franco, de paso por Águilas en su barco Azor, no sabemos si de mero recreo o de pesca del atún, ordenó que se quitaran de en medio todas las cuevas que allí, desde tiempos inmemoriales, estaban establecidas y que se les proporcionara a sus habitantes una vivienda digna y civilizada. Y en una ocasión contemplamos su comitiva, compuesta por una interminable serie de imponentes y largos coches negros, todos iguales, así que nunca le pudimos ver la cara al espadón durante cuarenta años pese a que hicimos cola y escudriñamos uno a uno todos los coches de la interminable comitiva con el objeto de comprobar si era real o divino. Todos con las cortinillas cerradas, todo de luto riguroso. Hubo de regresar y mediar cabreo, según cuentan los hagiógrafos del Caudillo, para que fueran demolidas aquellas primitivas estancias, todo aquel barrio de las cuevas, dicen unos que en manos de la mugre, el hambre, los glaucomas y la discriminación y otros en estancias de bastante confort.
Las cuevas eran signo de pobreza, de retraso, de estar viviendo en los años del Paleolítico cuando el general se acercó por vez primera a la bahía en su yate y fue recibido por el alcalde Emilio Landaburu quien pronto recibió la orden de desalojar aquellas casas tan pintorescas que, en otros lugares, tales como en Guadix, han servido más tarde para mostrar cual era la vivienda de nuestros antepasados, cómo se cocinaba en aquellas dependencias, qué ajuar desplegaban. Pero a las Cuevas aguileñas poca gente se atrevía a ir, puede porque siempre hay temor a lo desconocido, puede que se pensara que allí vivían los hijos de Caco, sus descendientes y toda la caterva de sucesores, pero hasta allí se allegaron los protestantes y trataron de montar capilla, seguramente para competir con los hermanos de la otra secta cristiana. Y también se acercaron a ella todos los extranjeros que al pueblo acudían, porque era impensable columbrar en zona tan encantadora aquel enjambre de niños mocosos que no iban vestidos, a mujeres que vendían productos que no habían pagado aduana, a hombres que se ganaban la vida afanando lo que podían o lo que encontraban en sus alrededores y no pocos pescadores que echaban sus redes cada mañana para ganarse la vida. Y procuraban sacar fotos para poder demostrar, cuando llegaban a sus destinos, que España seguía viviendo en la edad media o más atrás, que ni siquiera la gente vivía en pisos decentes, que, como conejos, muchos moraban en madrigueras y que era todo mentira y podredumbre de la propaganda, la realidad pobre y la sonrisa triste de un régimen que no decía la verdad real. Una manera como otra de combatir el triunfalismo nacional, la eterna soberbia española.