La guinda del pastel
Por Isabel María Pérez Salas
Acodado sobre una alta mesa de un céntrico restaurante de moda de una de las ciudades más bonitas de España, pensaba si merecía la pena pasar por lo que él estaba pasando en ese momento. Miró su mano derecha que, agarrada con fuerza al cochecito donde dormía plácidamente su segundo hijo, era la prueba visual de la alianza que, años atrás, firmó con la mujer que tenía sentada delante. Ella, gafas de sol a pesar de estar sentados en el interior del bar, bebía plácidamente su segunda copa de vino blanco sin importarle para nada los berridos de niña mimada que daba su hija mayor ante el plato de pizza que le acababan de servir. Al parecer, no era de su agrado, cosa que a la madre le resbalaba y ponía al padre en una situación de embarazo difícil de disimular.
Nacho, con voz contenida y una sonrisa forzada en los labios, riñó en voz baja a su primogénita; no quería que nadie le oyera por aquello del qué dirán. Mientras llamaba al orden a la niña, miraba de reojo a su esposa, esa mujer que decidió tener dos hijos, pero que no pensó que después había que educarlos, al igual que después, también, habría de intentar mantener una relación lo más normal posible con su marido, ese hombre de cara desesperada que ahora la miraba intentando disimular el odio repentino que sentía hacia ella. Lo que él, posiblemente, no sabía, era que eso a ella le importaba muy poco.
Desde que naciera el bebé (ese pequeño monstruo que había decidido arruinarle la vida) dormían en habitaciones separadas, ya que ella necesitaba descansar de las “horribles” horas diarias de berridos, pañales llenos de caca, biberones y un largo etcétera de las más desagradables actividades de ama de casa que jamás imaginó que se vería obligada a hacer hasta que se topó con él, con ese hombre que consiguió ablandarle el corazón y la tuvo cuatro años dedicada a él, a sus caprichos, a sus deseos,… ¡Pero que asquito le daba mirarle ahora! No lo soportaba. Por eso casi nunca se quitaba las gafas de sol en público, no quería que nadie se diera cuenta de lo mucho que deseaba que se desintegrara allí mismo, delante de todos esos desconocidos y de sus hijos, esos dos pequeñajos que no hacían más que molestarla. Apuró la copa de vino y decidió salir a fumarse un cigarrillo, otro más… Único placer diario que pensaba mantener por los siglos de los siglos…
Teresa, así se llamaba ella, había imaginado un futuro muy distinto del que tenía. Sus ansias de libertad la habían llevado a cortar, de golpe y con mucho dolor, los estrechos y tirantes lazos con los que su madre la ataba sin miramientos. Conoció a Nacho una larga y calurosa tarde de verano en la biblioteca municipal de la ciudad, único sitio en el que medio se podía respirar, y un breve cruce de miradas la hizo suponer que él estaría dispuesto a liberarla y a darle una vida mejor. Él, estudiante de Derecho, tenía muchos sueños que cumplir y poco dinero para hacerlos realidad, pero eso no les importaba. La vida les había unido y ellos se dejaban llevar como si tal cosa. Se casaron un par de años después, más enamorado él que ella, pero las ganas de vivir alejada del yugo materno de ella eran mayores que las de él, así que pensaron que igual podían compensarlo. Lo cierto es que vivir con Nacho era mejor de lo que ella suponía y durante un tiempo todo fue bien: salían mucho, ampliaron su círculo de amistades, compraron un piso y todo iba sobre ruedas. Teresa cayó en una especie de sueño vital y se dejó convencer para traer al mundo a su primera hija, que trajo debajo del brazo las primeras peleas serias y los primeros portazos y gritos. Y sin saber ni cómo, llegó el segundo, la “guinda del pastel”.
Mientras fumaba su tercer cigarrillo y apuraba la tercera copa de vino blanco bajo el porche del bar, miró hastiada hacia donde su marido lidiaba con la rebelde niña que estaban criando y trataba de calmar los alaridos del bebé que, muerto de hambre, reclamaba su parte. Nacho levantó entonces la cabeza y sus ojos suplicantes se clavaron en los de ella.
“Cielo, por favor, ayúdame”, parecían decir.
Un incómodo momento de duda pasó por su corazón, saliendo de él con la misma rapidez. Bajó sus gafas de sol hasta la punta de su afilada nariz de manera que él viera sus ojos sin barreras.
“Ni de coña”, contestó.
Asió su bolso barato, se lo colgó del brazo izquierdo y se alejó calle abajo balanceando sus caderas mientras Nacho, con sus hijos en brazos, se dejaba caer pesadamente sobre la alta mesa de un céntrico restaurante de moda de una de las ciudades más bonitas de España.