Los padrinos

Razones poderosas tendrían mis padres para convertir a don Manuel Arranz y a doña Carmen Sánchez, su mujer, en mis padrinos. Ella no trabajaba, como prácticamente las mujeres de aquellos días que se dedicaban con intensidad a sus labores, a su casa y a sus hijos, pero él andaba de jefatura en jefatura de correos viajando por los pueblos de España confinado por, según supe mucho más tarde, su pasado político al lado de los perdedores. Yo lo desconocía hasta que supe que habían vivido en Linares en donde, y subió en estimación, había contemplado la cogida y muerte de Manolete, famoso torero del que todo el mundo hablaba en aquellos momentos, tan cercana andaba su muerte a mi nacimiento.
Alguien me había dicho que era incluso empresario de aquel coso, de la misma manera que lo que fue más tarde de la plaza de toros aguileña que hubo en la plaza Alfonso Escámez, en donde se celebraban las verbenas y los cotillones de la pista Popular, donde hoy, en invierno, mora la feria de los coches eléctricos, de los caballitos, y en verano todos los espectáculos que financia el señor Ayuntamiento. En el mismo sitio que vivía mi primo Teo, hijo de Pepe Martínez Garriga, empresario que le regaló a su hijo el primer balón de cuero que llegó a Águilas, como tengo dicho, en aquellos días en donde funcionaba para tales menesteres la pobre badana. Teo, su hijo, cuando se disgustaba, se llevaba el balón a su cercana casa y nos dejaba con un palmo de narices a los demás, sin partido y sin reanudación.
Y más tarde supe que don Manuel Arranz, murciano de origen, de baja estatura, moreno, dotado para las artes, siempre fue un gran aficionado al teatro, y para la amistad, y era también, pese a su ausencia, empresario del cine, que tenía negocios con mi abuelo Máximo, gran amigo suyo, y finalmente, como por ensalmo, un día apareció viviendo en la calle del poeta Martínez Parra, junto a la plaza de abastos, en una casita en donde ya pude conocer a sus hijos, a Alberto, Manuel, enfermo de polio que le obligó, trabajador de la Sevillana, a renquear de la pierna y de los nervios, y a su hija Lola.
Con Alberto, poeta anónimo de versos miguelhernadianos, técnico de correos, como su padre, tuve mucha relación por su afición a la pesca, de la que se ocupaba gran parte del día cuando recalaba en las vacaciones. Subido a una cámara de goma, de Pegaso o de un tractor, lanzaba su anzuelo al fondo y sacaba de su tana con paciencia a todos las dobladas o zarpas que se pasearan por la playa de Poniente. Y algún día, puestos de acuerdo en salir a la aventura, me situaba pacientemente a las cinco de la mañana en la puerta de su casa, en la calle Francisco Rabal, junto a la tienda del Perula, a la espera de que se levantara para comenzar la caza. Y tardaba en salir pese a que aporreaba la aldaba de la puerta y a veces no tenía más remedio, dado mi empeño, en subirse a una piragua –no sé quien sería su propietario- en la que viajábamos a los confines del Peñón de Roncaor, a la Piedra Gorda, y alguna que otra vez, dada la sequía, se metía los dedos en la garganta de donde salían sin tregua leucocitos en movimiento. Si persistía el mareo, dábamos media vuelta y no había otro remedio que acostarse de nuevo en las sábanas blancas del mediodía con olor a princesas o a bacón. Pero había días en los que la estrechez húmeda y pringosa de la piragua no podía contener el viscoso aliento de los peces, mezclado con la enojosa masilla de sardina. Otras veces, siguiendo las orientaciones, Alberto me convertía en paquete en la moto –puede que fuera una Sanglas- y me llevara a la Carolina o a Matalentisco en donde desde la misma arena, con las cañas ancladas en tierra, hacía pesca mayor. Con los carretes, como Pepe Rojas, y con algunos sargos que salían de sus fosas para enaltecer mi afición.
Manolo, nervioso y muy negro, se vestía de blanco –color muy habitual en los veranos aguileños- y apenas vivió en el pueblo. Persistía la relación guadinaesca de la familia Arranz, no tan limitada en Lola, afincada en la villa desde siempre y donde ha permanecido hasta su muerte reciente. Trabajaba en el Hospital de San Francisco, en las consultas de varios médicos y siempre me fue, como todos los componentes de la familia, amable y risueña. Carmen, su madre, me embaulaba todos los dulces del mundo y tan pronto pasaba por su casa, procuraba que me comiera los pastelillos y tartas que cocinaba con gusto en aquella casa en donde disfruté de amplia familia y en donde empecé a saborear de muchos placeres que venían de lejos, entre ellos los de contar con buenos padrinos.

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