Los biquinis

Desde siempre habíamos visto a nuestras madres y a nuestras hermanas mayores bañarse en la playa bien tapadas, con traje de baño de una sola pieza, muchas de ellas, especialmente las primeras, con amplias faldas monjiles que le podían bajar casi hasta los tobillos, unas faldas que, tan pronto tocaban agua, se elevaban como paraguas acuciados por el viento y ellas debían echar mano al revuelo para que se sumergieran al mismo tiempo que los cuerpos. Más que bañador parecían túnicas o sotanas que sólo permitían verle las piernas a nuestras madres cuando permanecíamos bajo el agua con gafas submarinas. Y la mayor parte de ellas, para proteger el cabello, se bañaban cerca de la Pescadería, en lugar prudente, con gorro y en grupo, pocas veces en solitario, casi siempre en cuclillas, cotilleando un poco, dándose cuenta de los últimos acontecimientos ocurridos en el pueblo en el espacio caliente de las aguas mansas.
Era, como cabe imaginar, tiempo pacato y de recato y se miraba mucho si alguna muchacha se destapaba más de la cuenta, lo que daba lugar a pequeñas denuncias que podían ir dirigidas a los confesores o a los mismos padres, sobre todo si se veía algo más de lo previsto por el escote. Eso hacía que todos los bañadores fueran de una sola pieza, cubrieran los ombligos, parte de los muslos y algunos de ellos funcionaran casi como abrigos, pero casi todos llevaban falditas para tapar las partes femeninas más remotas y escondidas. Así que se hubo de esperar a la llegada del turismo para saber qué cosa era un biquini, pieza hereje, atrevida y peligrosa, un dos piezas que empezaron a traer francesas como Myriam, la chica con la que yo había hecho un intercambio- y Claudette, otra francesita amiga de la anterior. Y cundió poco a poco la moda entre las más jóvenes, que pretendían, como siempre lo han hecho, exhibir sus dones, aunque hay que indicar que muchas se lo colocaban de manera furtiva, fuera de las playas del centro, dejando el tradicional para las playas del pueblo.
A Fraga Iribarne, el ministro del ramo, como buen conservador, no le gustaba el aire fresco que venía de más allá de nuestras fronteras, pero tenía que permitir y consentir la llegada del turismo ya que aportaba jugosas divisas a un país que andaba corto de recursos, pero que dejaba de ser levítico y atrasado, un país pobre que empezaba a ser visitado por muchos extranjeros que vivían como reyes gracias al bajo nivel económico de los españoles y a los buenos precios. Y ellos, los bárbaros del norte, fueron en principio los que aportaron a la espartana disciplina de los españoles una manera diferente de estar en la playa. Y bien es cierto que la pareja de francesas utilizaba sin complejo alguno los primeros biquinis que se veían por el pueblo, también era cierto que no muy lejos, a prudente distancia, estaba la pareja civil, atrincherada en el muro playero de la playa de Poniente, no sabemos bien si lo hacían para controlar la situación o para regocijarse con los cuerpos femeninos, ya solo cubiertos por las dos escuetas prendas del biquini. Muchos de ellos, con bigote o sin él, no habían visto a una mujer vestida de esa guisa en su vida, así que la vigilancia era continua y competía con la avidez de unos muchachos que empezaban a comprender que los de afuera vivían, se vestían y comportaban de manera muy distinta a la nuestra, sin temor a las represalias, sin miedo a la penitencia de los curas, a las convenciones, a las habladurías de las gentes que consideraban que llevar biquini era poco más o menos que una invitación a la aventura sentimental, por solo mencionar lo menos imaginado.
Pronto fueron las mujeres españolas, las jóvenes, a partir de los sesenta, las que se atrevieron a llevarlo y, aunque con mucha más tela, fueron ocupando posiciones, arriesgándose –pero sea la moda, sea la apertura, sea el eterno femenino- a bañarse en el dos piezas, sin duda, creo ahora, porque nuestros ojos masculinos se iban tras los cuerpos de las francesitas, tras los culitos de las francesas, tras los ombligos de las francesitas. Lo cierto es que la moda cundió y así como se fueron arraigando costumbres nuevas, la del biquini se impuso con una diligencia inusitada. En pocos años, cuando estábamos en los principios de los sesenta era ridículo la muchacha que no portaba ya la prenda exportada, aunque tapara más de lo debido. El turismo, que nos traía tantas divisas como las que nos mandaban los españoles que estaban en el extranjero, fue el que empezó a abrir la espita de nuevas modas, un mensaje que abrió ojos al cuerpo.
Combatido por Acción Católica, atacado por la Madre Santa Iglesia, el biquini fue buscando su meta –y suprimiendo tela- y llegó a proliferar de tal manera y modo que eran las madres las que lamentaban no haber podido ponérselo en su madurez, cuando habían perdido los encantos. Pero a partir de los sesenta la realidad abierta era el biquini en la playa tras haber vencido los remilgos y el puritanismo de una época recortada.

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