Reflexión ante la guadaña (I)
No buscar el sentido a la vida es quitarle tiempo a la muerte…
A ella…
Al fondo de la habitación, de izquierda a derecha, los retratos familiares, enmarcados en una ordinaria pasta dorada; seguían, el armario y el televisor, y luego, un calendario de la ferretería de la esquina que le insinuaba con sus días, semanas y meses, ilusiones que invitaban al sarcasmo.
El féretro estaba colocado en el centro de la sala, y, de forma circular se dibujaba una hilera de sillas, que trataban de dar cierta solemnidad al evento.
Mario asentía allí, tan callado como yo lo recordaba a lo largo de estos diez últimos años; enfundado ahora en aquel sudario blanquecino, mientras miraba de frente hacia la otra vida. Tenía los ojos desencajados de muerto pobre: los ricos, pardiez, suelen disfrutar de un rostro acicalado y repintado previo pago a un esteticien post-morten; y Rafa sólo era un zoquete que había conseguido que el estado le pagase una caja y un paseo en ranchera por su ciudad.
No se podía quejar, habían venido buena parte de sus conocidos. Estaban allí, sin romper con el tabúes que marcan las absurdas reglas de la sociedad, cada sexo situado en su sitio… No logré atisbar ningún familiar- y eso que él mismo les envió invitaciones dos días atrás- ; seguramente de haber habido herencia en juego, alguno se habría dejado caer por allí apuntándose al bombardeo de pésames.
Los ‘invitados’, digámoslo así, se comportaban mecánicamente, bostezando todos al unísono mientras ojeaban con disimulo sus muñecas. Ese tic-tac de los relojes no es mas que la máquina de coser del tiempo fabricando mortajas; nunca se debe consultar el reloj cerca de un difunto. Es una falta de tacto, una crueldad… una imperdonable falta de respeto…
No tenía tan mal aspecto con aquellos vestidos de muerte, imagen impecable del éxito: traje y corbata negros y camisa blanca, sudario envidiado que nunca le acompañó a lo largo de su vida que, sin embargo nunca llegó a vivir. Y es que el personal del servicio funerario lo había hecho bien: acomodaron su cuerpo y lo dejaron tendido allí como en el más confortable de los lechos. Habían encendido a los cuatro costados unas luces en forma de velas para que todos pudieran apreciarlo mejor a través de una pequeña mampara en donde su rostro, sin gestos, aparecía para que le dijeran adiós con la indudable coletilla de cabrón, capullo o hijo de no se que madre…eso sí, tuvieron la delicadeza de decirlo en voz baja, y Mario apenas pudo oírlos.
Poco a poco fueron llegando más invitados, los cuales, a medida no tardaban en entablar conversación: las mujeres, comentaban sobre el último cuchicheo de la malograda prensa rosa, y los hombres, cómo no, de fútbol o de mujeres. Al menos era confortable ver esas espontáneas manifestaciones de cariño, muestras claras de cuanto lo querían y del dolor que les provocaba verlo así, en ese estado. Pero él estaba bien. Tranquilo.
En eso llegaron los vecinos y el ambiente comenzó a ponerse denso entre tantas personas amontonadas como nunca en aquel cuchitril. Algunos, hacían ademán de besarle el rostro sin que él pudiera sentir nada. Debía ser extraña esa sensación de estar y no estar al mismo tiempo, observándolo todo como si fuera el espectador de una película. Ya, por la noche lo dejaron solo. Sumido en un silencio casi sepulcral. Entonces recién tuvo tiempo para echar una mirada a su vida…