El Balneario Municipal
No recuerdo con exactitud el año de la construcción del balneario que había de suceder al anterior, al Patria Chica, del que hablaban sin cesar los abuelos y los padres. Aludían al incendio en su día, a la alarma, pero cuando nos dimos cuenta, con Ceferino como guardia del mismo, empezaron a surgir un día las pilastras de cemento armado en la misma playa de Poniente, tal como se descendía desde la Puerta de Lorca (hoy de Juan Carlos I), y fue creciendo su estructura blanca con bastante ligereza pese al hormigón armado que se empleaba en aquellos días, dejando ver una figura airosa, con sus cuartos para los baños propiamente dichos, con su gran salón central que servía para todo, desde grandes reuniones, como restaurante, como pista de baile, como sala de espectáculos si tenemos en cuenta que allí mismo recuerdo haber visto la actuación primorosa y sorprendente de un mago que hacía desaparecer continuos litros de leche sin que tuviéramos constancia de cómo podía conseguirlo si apenas le sobraban unos cucuruchos de papel, supongo, que secante dadas las circunstancias.El Balneario estaba situado junto al más alto rascacielos –cuatro pisos- que se había construido en el pueblo.
El cojo, lorquino, lo había levantado y muchos de nosotros, acostumbrados desde nacencia, a las casas de un piso, a lo sumo de dos, pensábamos que la ciudad estaba llamada a convertirse en gran metrópolis, que pronto el Spire State americano no podría competir con los edificios del pueblo. Fue la primera vez que echamos mano de la palabra “rascacielos”, un vocablo con el que nos abría la boca de forma desmesurada, y de lo que era un ascensor, un artefacto que solo servía para procurar sustos. Llegaban los nuevos tiempos, el progreso, el turismo, y habríamos que abandonar las cabañas para pasar a vivir en los edificios del futuro.
El balneario, metido en el mar, se abría en dos amplias alas laterales, con hermosas terrazas en donde también se podía comer a la sombra de los cañizos que obstaculizaban el aterrizaje insolente del sol. Lo más llamativo para nosotros, los chiquillos, del balneario fue desde el mismo momento de su construcción la aparición de un trampolín de madera, una viga ancha y gruesa, desde el que, con pirueta o sin ella, haciendo la bomba, culo en pompa, o en plongeon, nos podíamos lanzar al mar azul y reposado. Allí nos pasábamos horas y horas, uno detrás del otro, queriendo probar nuestras artes en aquella pasarela de madera dura, poco maleable, ante aquel trozo de armario que nos permitía saltar desde una altura de unos pocos metros, si consideramos que asentado en la playa, apenas admitía más de un metro de fondo, razón por la que había que tomar precauciones para no caer de picado contra la misma arena del fondo.
Y pasear por las amplias terrazas procuraba otras sorpresas como ver a a Juan el Sopas o Alberto Martínez , el hijo del profesor don José Martínez Flores, ávidos nadadores y consumados submarinistas a pulmón abierto, y algunos otros más que pusieron de moda pasarlo de parte a parte, desde la primera columna de la derecha hasta llegar a la última. Nueve en total. Y allí estábamos desde la terraza, ojos abiertos, aguantando también la respiración, viendo cómo los tiburones humanos o los torpedos se aprestaban a pasar de parte a parte antes de estallar. Pretendiendo cruzar de una a otra parte toda la fachada marítima del edificio que tuvo muy buena aceptación al principio y al funcionar como bar, se puso de moda tomar el aperitivo sentado en sus mesas. Pero un edificio que pronto empezó a declinar, no recuerdo si por sus altos precios, por el cambio continuo de dueños o por los defectos de construcción. Pronto, cuando pasábamos por sus bajos, teníamos plena conciencia de las continuas filtraciones que se producían desde todos los rincones del edificio y de los alambres que se desprendían de las mohosas columnas. Situado airoso sobre una elevación de la playa, la parte inferior, con arena, proporcionaba sombra agradable y allí dormía mucha gente durante todo el verano, al resguardo de la escarcha, con los desagradables olores de los desagües que se vertían en aquella zona que fue la última en desaparecer, una vez que fue inviable el proyecto del balneario. Sus aguas termales no sirvieron para atraer al turismo que se pretendía, seguramente porque se estaba perdiendo el recato y el puritanismo del siglo XIX. Su éxito fue, durante un tiempo, que funcionara como pista de baile, como sala de exhibiciones y espectáculo, como restaurante, pero el blanco balneario, testigo de muchos bailes y muchas tertulias, estaba condenado a perecer y murió en apenas un quincena de años pese a que la brisa del mar se desplegaba con dulzura por sus terrazas y se adentraba con brío a través de las cristaleras. Blanco total, el balneario perdió pronto, desgraciadamente, luz, sus banderas airosas, su trampolín, su lugar preferencial en la playa de Poniente.