La Academia Urci (I)
El talento nace, el estudio lo fortalece y no era fácil estudiar en un pueblo en donde había pocas escuelas –las Nacionales de la carretera de Vera, la de Joaquín Tendero, las clases particulares del cojo Ginés Ortiz- en un tiempo en donde no había instituto de Enseñanza Media. Pese a ser pueblo con fama de ilustrado, en los años cincuenta la mayor parte de los estudiantes abandonaban la escuela en los últimos años del bachillerato elemental y en los primeros años del bachillerato superior con la finalidad de ocupar plazas laborales –escasas en los oficios y comercios- o de prepararse en contabilidad para obtener plaza en el banco con la ayuda de Alfonso Escámez en el Banco Central o de Cortijo en el ámbito catalán.
Tras aprobar el ingreso a los nueve o diez años –redacciones, dictado y las cuatro reglas de sumar, restar, multiplicar y dividir- los estudiantes se enrolaban en un bachillerato largo y tendido que abarcaba seis años, con reválidas en cuarto y sexto curso y con un año de Preuniversitario, lo que suponía una eternidad para la inmensa mayoría. Fuimos más de cuarenta los que empezamos en primer curso en 1955 y apenas hicimos dos la carrera universitaria, sea oficial o por libre. Y si los hombres no terminaban los estudios, acosados por los oficios, las donas apenas iniciaban la marcha académica, dedicadas a las labores domésticas, a esperar la llegada del príncipe de ojos azules, la boda reparadora, el ajuar a cuestas, lo que las compensara de todas las frustraciones de un tiempo masculino. Era habitual que las muchachas no sobrepasaran el bachiller elemental, a lo sumo que se dedicaran al magisterio o a la docencia en las humanidades, como Carmen Arcas.
Los primeros años los hicimos en las casas particulares de los profesores que, con diversos oficios, se afanaban en ilustrarnos la mente. Mi tío Eduardo Fernández Luna, casado con Celia, era oficial de Correos, pero era capaz de explicar Filosofía pura y aristotélica –de la que era licenciado-, y nos impartía con la misma diligencia Literatura, Francés y lo que le echaran, que para eso estaban bien cerca de aquellos ilustres del Renacimiento. Otro Eduardo, Torres Nevado, era maestro de profesión y lo llamábamos- raro era el que no disponía de sus atributos y apodo- el Japonés por sus ojos rasgados, orientales, y nos dispensaba clases de Historia pero también, si fallaba don Joaquín Baldó Carmona, nos asesoraba en términos de Política Nacional, esa asignatura con bellos y lujosos textos escritos por muchos de los que más tarde habrían de ser ávidos hombres de la transición. Los curas, de tan importante rango en la vida del franquismo, servían para todo y lo mismo nos daban latín desde los primeros cursos, hasta la religión, asignatura que siempre fue considerada una María- como la Formación del Espíritu Nacional-, la que servía para que acumuláramos matrícula tras matrícula, no sé yo bien si por el estudio concienzudo o por ser sobrino del cura Roberto. Don Ginés Mula, rápido con la palmeta, era un experto en los asuntos latines, no en vano muchos de ellos, especialmente los hombres de letras, habían salido disparado del Seminario, habían colgado los hábitos y se habían entregado a una profesión, la docencia, que apenas daba para comer. Las clases particulares servían para que los mismos profesores ampliaran sus clases y reforzaran sus ingresos. La parte científica solía caer en manos de don José Martínez Flores, un gran profesor que infundía miedo (tendrá capítulo aparte) y que turbó mi vida escolar desde los primeros días. Don Juan Moreno, el farmacéutico de la Glorieta, nos daba la parte química y le llamábamos el Pasicos Dulces, pero el otro, Dionisio Gallego, el boticario establecido junto al Ayuntamiento, estaba al quite y nos podía dispensar clases de biología o de ciencias llegada la ocasión. Don Agustín Muñoz, siempre en su bicicleta, compartía sus ingresos entre corresponsal del periódico La Verdad, sus clases de Geografía y algunas de inglés, aprendido en las dos semanas que vivió en Inglaterra, en donde llegó a casarse en primeras nupcias. Aficionado al deporte, a las comarcas de España, tiene el honor de habernos dado clase en su misma fábrica, junto a la Colonia, al lado de una higuera, sin pizarra, con algún que otro mapa, todas las provincias y comarcas de aquella España grande pero no libre. Una enseñanza ciertamente silvestre si tenemos en cuenta que los alumnos debíamos contar con un motor para desplazarnos desde una parte del pueblo al otro, desde la casa de mi tío Eduardo, al pie del castillo, hasta la parte superior del pueblo en donde nos admitía don Ginés. Desde la Colonia en la playa de poniente a las clases de religión en la misma sacristía de la iglesia. Desde la casa de don José Flores en la Glorieta de España a la industria tomatera de don Agustín. Así que, por un milagro de la vida, un año, al final de los cincuenta, se agruparon todos juntos en la Academia Urci, en el mismo Placetón, en casa que había sido del diputado socialista Luis Prieto que más tarde, con el discurrir del tiempo, se habría de convertir en el Cine Calablanca, hoy ya derribado.