La manifestación
Hace unos días se produjo una manifestación histórica en Madrid. Otra más, que se suma a las tres o cuatro ya habidas desde que tuvo lugar el acceso al poder de Zetapé y sus secuaces. (No digo desde que llegó al poder el Partido Socialista Obrero Español, que es un partido histórico respetable, porque me cuido de identificarlo globalmente con la facción dominante en las actuales circunstancias). Como las anteriores, ésta, la más multitudinaria de las habidas de la transición para acá, no servirá para nada, salvo, y ello no es poco, para dar testimonio de que la sociedad va siendo cada vez más consciente del problema de la educación de los jóvenes, y va a ser cada vez más difícil darle gato por liebre en estas cuestiones, cosa que al parecer pretende la actual LOE en curso.
Atrincherados tras las pétreas, cementícias más bien, defensas faciales inherentes al “talante”, nuestros gobernantes seguirán adelante con su programada tarea de demolición social, sin atender a nada ni a nadie. Me lo temo. Basta para anticipar su postura con fijarse en el constante esfuerzo tergiversador realizado en vísperas de la manifestación, durante, y después de la misma, haciendo de un millón y medio de cuidadanos presentes una cuadrilla de ratones de sacristía, monaguillos, beatas alcanforadas, curas trabucaires, aviesos obispos y fascistas de variado, aunque hirsuto pelaje; y de la masa millonaria congregada un espejismo visual, con un manifestante real por cada veinte “virtuales”, según los cómputos oficiales.
El caso es que yo no soy ni cura, ni beata, ni siquiera beato -en rigor, me considero agnóstico- ni fascista, ni comunista, ni militante en grupo político alguno. Considero que mi independencia ideológica no tiene precio, y descreo profundamente de las etiquetas geométricas de derecha e izquierda (que proceden de las situación respectiva de los grupos de diputados en la Asamblea Nacional de la Revolución Francesa).
Es más, ni he padecido, ni soy partidario, de una educación en instituciones religiosas, aunque, eso sí, respeto a quienes la eligen para sí o los suyos.
Dicho esto, añado que me hubiera gustado manifestarme a mi también, y eso que no tengo hijos por cuya formación pasar las noches en blanco, no se si a Dios gracias. Como no me fue posible, escribo estas líneas, que pretenden dar pie a una reflexión más que necesaria.
Estoy seriamente preocupado por la marcha de este baqueteado, viejo y noble país, que cumplió altas metas históricas, que hizo muchas buenas, grandes, importantes cosas en su dilatada historia.
Estoy preocupado porque voy atando cabos y llegando a inquietantes hipótesis.
Hagamos lo que no se quiere que hagamos en modo alguno. Hagamos memoria. Y repasando actuaciones de este último año y medio por parte del gobierno que tras la masacre del 11-M ostenta el poder (¿O sería que más bien lo detenta, aunque esta vez empleando la palabra con plena intención y propiedad semántica?), ese gobierno que ostenta, o detenta, y en cualquier caso, hace ostentación del poder al que accedió turbiamente y de prestado; resulta que ese gobierno tiene una única trayectoria clara, perceptible en sus pasos y decisiones. En todos ellos.
Se trata en primer lugar, de gobernar a la contra del anterior, traicionando así un principio elemental de buena gobernación que consiste en aprovechar lo que otros hicieron antes, en vez de persistir en demolerlo con empecinamiento feroz.
Existe además, detrás de las más diversas actuaciones políticas, tanto del ámbito interno como del internacional, una paradójica pero manifiesta tendencia anti-española.
¿El gobierno de España, enemigo de España?
Así parece. Un gobierno ciego para los valores y tradiciones del país al que dice servir; que hace suyos todos los topicazos de la progresía “pseudoexquisita” que se denominó en su día “la gauche divine”, en su universal desprecio de lo propio, en virtud de unos auténticos reflejos condicionados de añeja tradición marxista. Esa ceguera es especialmente manifiesta con la historia propia.
La historia se olvida, se ignora, para así poderse distorsionar a capricho según el consagrado modelo totalitario comunista o fascista. En cambio, aquellos episodios oscuros del pasado que interesa resucitar, se reviven de continuo, de un modo sesgado y más tendente a volver a abrir viejas heridas que a distanciarse de lo sucedido para juzgarlo con ecuanimidad y poder superarlo después; para dejarlo definitivamente atrás.
El “guerracivilismo” de la cultura oficia; un intento más de fracturar y dividir a la sociedad, parece más que nada un esfuerzo patético para ganar mediaticamente, al día de hoy, una guerra que TODOS PERDIMOS hace 65 años.
Esa deformación de la historia y la realidad de España sirve admirablemente a los intereses de los separatismos, que necesitan inevitablemente de la mentira para subsistir y medrar. ¿Qué credibilidad tendría el odio inoculado desde temprana edad a las nuevas generaciones de vascos o catalanes (o gallegos, o aragoneses, o baleares, etc, etc) si no se exhibiesen fraudulentos y truculentos memoriales de agravios históricamente infligidos por la potencia extranjera, ocupante y enemiga denominada España?
Pues bien, la LOE es un paso más, uno más en una trayectoria que arranca de la anterior etapa socialista de gobierno para seguir consagrando el engaño y la desorientación de los muy jóvenes, que no son, como parecen creer nuestros gobernantes mero ganado manipulable por todos los oportunismos políticos, sino nuestro mejor capital humano, nuestro futuro.
Seremos lo que sean nuestros hijos. Sin educación no hay democracia. Y como la libertad democrática atraviesa horas bajas en España, me llena de satisfacción la envergadura de la manifestación de Madrid, porque me da idea de que aún no se ha producido el desarme moral, la desmoralización colectiva.
Mientras la sociedad le plante cara a los políticos, habrá esperanza.