La Academia Urci (II)

Indicábamos la semana pasada que los estudiantes de bachillerato de aquella época de los cincuenta íbamos, como los barcos a la deriva, de lado del pueblo a otro para recibir las clases particulares que nos impartían varios profesores que, más tarde, por la afortunada participación de Eduardo Fernández Luna, don José Martínez Flores, don Agustín Muñoz y algún otro cuajó en la fundación de la Academia Urci, instalada, como tantas otras cosas, en el Placetón, allí, la lado de la fábrica de la varita de Pepe Fernández, al lado del despacho bancario de Juan Prieto.
Y dejé dicho que se producían muchas bajas a lo largo de los años, fuera porque los padres preferían que los hijos cogieran oficio y echaran una mano en la economía de la casa o fuera porque las exigencias académicas eran más acentuadas que en los tiempos actuales. Si el primer curso era liso y mondo, segundo era ya un pequeño lomo que ascendía a la montaña de la tercera clase. Para cuarto, ya se habían quedado muchos con la lengua afuera, reventados, sin poder escalar el muro de la reválida de cuarto, auténtico paredón, un verdadero ocho mil, propicio para los corredores de fondo, para los constantes o pacientes, por supuesto para los inteligentes que brillaban con luz propia. Y perdíamos amigos, compañeros y coincidíamos, gracias a los suspensos –eran llamadas calabazas- de los cursos superiores, alumnos de distintas promociones.
Si la preparación se hacía a lo largo del año en la Academia aguileña, los exámenes se celebraban con toda celeridad en una mañana angustiosa y ardiente en el Instituto José Ibáñez Martín de Lorca, comandado por la experta batuta de don Francisco Ros Giner, un matemático con mucha mano izquierda que intervino activamente en su momento para que dispusiera Águilas de su primera sección Delegada. Los exámenes, casi todos orales y en donde había que lucir la memoria, se efectuaban en un solo día pasando de clase en clase, de tribunal en tribunal, de profesor en profesor, dando cuenta en una larga mañana o en una tórrida siesta, de todo cuanto uno pudiera dar de sí, que en mi caso no era excesivo. Allí nos esperaban el gesto adusto de don Alfonso, apodado el Cuervo, la Gallega, Ángeles Pascual (La Pascuala), la sonrisa bondadosa y química de don Ricardo Cano, las matemáticas de don Antonio Hernández, la rubia cabellera de María Luisa Munuera, el saber gratificante y clásico de María Agustina, el tomasismo de Federico Sánchez Mora, entre otros muchos que precisarían de nuevo artículo. Había que pagar –pero poco- por asistir a clase en la Academia Urci y había que hacer un esfuerzo familiar que muchos no se podían permitir. Los cursos empezaban bien colmados y mermaban conforme nos acercábamos a los superiores, al bachillerato superior, colocado, tras la primera reválida, a la edad de quince años, con alto índice de fracaso escolar por motivos bien diferentes a los actuales. Se elegía entonces entre Ciencias y Letras y pese a las limitaciones pedagógicas, a la precariedad del material escolar, a las deficiencias en la preparación, fueron saliendo una serie de universitarios destacados en lides diversas. Una enseñanza reducida, dedicada a unos pocos, a unos pocos privilegiados de la fortuna que acababan copando puestos en empresas y organismos oficiales. Una enseñanza privada y libre que permitió, entre palos y cañicas, proporcionar los primeros universitarios en una época en la que los ciertamente ricos –había muy pocos- enviaban a sus hijos a los Colegios Maristas de Murcia, a los de Santo Domingo de Orihuela, y si presentaban batalla, a Campillos, en Málaga.
La Academia Urci tuvo el valor de unir lo que estaba disperso, de dar cohesión a lo heterogéneo, de realizar diversas cabalgatas en donde nos vistieron de tunos salmantinos, uno de esos carnavales a los que tan aficionado ha sido siempre el pueblo. Nos dieron la ocasión de conocer a los profesores oficiales de la escuela pública cuando trimestralmente se desplazaban desde Lorca para efectuar controles- pero tuvimos que esperar algunos años para saber qué era un catedrático a la vieja usanza, un titular con oposición o un interno con ínfulas traviesas- pero estos fueron suprimidos por razones de compatibilidades. En aquellos años silvestres, la Academia Urci, con sus limitaciones y pobreza, nos concedió la posibilidad de acabar nuestros estudios, de acercarnos al saber primero, a los segundos escalones y nos dejó entrever la posibilidad de acercarnos a la Universidad. Y no pocos desaprovecharon esa ocasión que propició una entidad reglada, con principios académicos, con un profesorado que reunía condiciones para tratar de sacarnos de la vida silvestre y salvaje que librábamos bien cerca de la naturaleza. La Academia Urci, acicate y pulmón intelectual en las dunas de un desierto cultural, puso las primeras gotas de un ácido que todavía perdura.

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