La foto
Siempre se ha pretendido estampar y fijar nuestra imagen en un papel sepia para trasladarnos al futuro, para atrapar la eternidad, esa dama tan poco flexible. Y recibida la orden del cliente allí estaba Arboleas –que unos denominaban el Arbolear y otros nombraban Boleares-, siempre paseando por la Glorieta, de un banco a otro, de una palmera a otra, de la puerta del falso neo mudéjar del ayuntamiento, a las mesas del bar Alhambra, de la puerta de la iglesia a la sombra del enorme ficus que iba creciendo con sus virolas, artillería pesada para los tiempos de guerra de los muchachos que procuraban aburrirse lo menos posible, incluso, si necesario fuera, buscar recelosos gatos negros por los barrios altos de un pueblo plano.
Arboleas mudaba emplazamiento, se paseaba con su trípode en primera instancia, metía su cabeza tras las telas que oscurecían el objetivo y disparaba desde las sombras, estaba como en una trinchera, tres o cuatro ráfagas; más tarde prescindió de su herramienta pesada y dispuso de una ligera cámara que paseaba al pecho, casi siempre por la siempre eterna Glorieta, algunas veces por el puerto en día festivo o en domingo, a la espera de la orden que le permitiera enfocar, situarse, disponer a los contendientes, a la pareja de novios con las manos bien separadas, al padre con los hijos, a la mujer con la hija mayor, a los matrimonios amigos, la pareja de novios, a los recién llegados a Águilas, gente que debía esperar varios días para que la revelación se convirtiera en una cartulina de blanco y negro, en foto no del todo artística, antes interesado en captar el día a día, la verdadera realidad, sin realidades estéticas.
Los niños queríamos que las fotos de calle nos las hiciera el delgado y espigado Arboleas mientras que las fotos de estudio eran todas para don José Matrán, el excelente pintor de pluma que había obtenido numerosos premios, entre ellos uno en la Exposición Universal de Sevilla, un excelente retratista que había clavado al mismísimo rey Alfonso XIII y a toda la tribu política. Eran las primorosas fotos de comunión, en el estudio de su casa, en la calle Aranda, ante unas luces que no eran las naturales, bajo los focos que dignificaban el momento. Una foto histórica, firmada por el artista, que era más tarde enmarcada en maderas barrocas, surcadas de relieves y arrugas, la foto que pasaba a ocupar parte preferente en el salón de la casa, en el comedor o en el aparador. Y si no aparecía don José Matrán, ocupado en su tertulia con sus viejos amigos, si estaba delicado o pintando ovejas o marinos con pipa, era Roberto, su hijo, quien heredaba los trastos, quien se hacía cargo del suceso, quien manejaba los artilugios fotográficos para plasmar la escena en donde nos veíamos estáticos, de costado, con los perfiles recortados, con el pelo trigueño, a consecuencia del sol que quemaba el cabello, con cara de buena persona, indolentes, con suave sonrisa, con un matiz serio que pretendía anular el fotógrafo, embutido en sus telas, debajo del paraguas protector, dilatando el momento del clic, animando siempre al niño para que saliera de su aburrimiento, tratando en todo momento de que la foto resultara expresiva.
Los clic del Arboleas eran instantáneos, rápidos, fugaces, espontáneos, casi no había tiempo para decir patata o vocablo similar. Rápidos como disparaban los pistoleros del Oeste de las películas que veíamos, una tras otra, en el cine Ideal, en veladas dobles. Rápidos como decían que disparaba mi padre, el Mimo, cuando jugaba con el equipo de fútbol, fugaces, porque no te enterabas de nada, a veces con la cara ladeada, con la mano levantada, con los signos jocosos de quien se va a inmortalizar en una postura nimia. Luego, más tarde, las cartulinas en blanco y negro recibían la visita de gusarapos amarillos que iban despojando de su luz primaria a los antiguos colores. Unas cartulinas en donde podemos aparecer montados en un cochecito de juguete que el Arboleas sacaba para retratar a los pequeños o con otros ficticios lugares –árboles, estaciones, cuerpos distintos- que podían presumir de hacértela hecha en lugares alejados de Águilas. El era el encargado de recoger las instantáneas de las pandillas por el puerto, la foto familiar alrededor de los palomares de la Glorieta, el encargado de inmortalizar la foto con el primer pantalón largo, cuando habían crecido pinchos en las piernas, cuando se rozaban los diez años y se estrenaba el primer pantalón bombacho. Fotos modestas, de andar por casa, fotos económicas que todos guardábamos en las cajas de aluminio del dulce de membrillo o en las cajas de zapatos, esas pequeñas fotos en blanco negro que nos han hecho sonreír años más tarde, y que se han perdido en cada traslado de una casa a otra. Esas fotos que no se enmarcaban por su tamaño reducido, por su pequeño calado, por sus pequeñas dimensiones, esas fotos en las que, entre sombras, destacan las luces de un tiempo nuevo. Las luces primeras de la vida firmadas por la mano mágica del famoso y modesto fotógrafo llamado Arboleas.